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La resonancia mediática obtenida por el profesor Tamames en su revival parlamentario no debería esconder lo que está realmente en juego en la maniobra de Vox, el partido que la ha propuesto. Se ha pretendido descalificar esta maniobra tachándola de inútil, superflua y esperpéntica. Al hacerlo, se ha ignorado que el recurso al mecanismo de la moción de censura ha tenido como principal objetivo el reconocimiento del partido proponente como actor relevante en la política española. En último término, forma parte de una estrategia para hacer aceptable su participación en responsabilidades de gobierno. Las tiene ya en la Junta de Castilla y León y aspira a tenerlas dentro de unos meses en otras comunidades y ayuntamientos después de las elecciones del mes de mayo.

Es cierto que para conseguir este acceso al Gobierno y aplicar sus políticas necesita de la complicidad indispensable del Partido Popular, tal como ha ocurrido ya en las instituciones castellano-leonesas. Pero esta complicidad de la derecha conservadora se hará más asequible cuando una parte sustancial de la opinión pública no objete a esta alianza y la admita con naturalidad o con indiferencia.

¿Cómo se favorece la extensión de esta actitud tolerante —cuando no sustancialmente acorde— con los postulados que Vox exhibe en su programa? Cabe encontrar una respuesta a esta pregunta en el terreno de la llamada “memoria histórica”. Cuanto menos conocimiento objetivo se tenga de nuestro pasado, menos costará propiciar una repetición actualizada de lo que ha sido uno de sus episodios más prolongados y negativos para el ejercicio de derechos y libertades ciudadanas.

No es la amenaza de una reimplantación automática del franquismo lo que se cierne sobre el país si se llega a abrir la puerta del Gobierno a opciones como la que representa la extrema derecha. Lo previsible es la puesta en marcha del proceso que genera regímenes “iliberales” o “híbridos”, cada vez más alejados de las condiciones democráticas y más próximos a nuevas formas dictatoriales.

Se trata de una previsión nada descartable a la vista de lo que sucede en países donde la tradición democrática tiene raíces no demasiado profundas. En países europeos que pasaron por experiencias dictatoriales, el renacimiento de opciones de extrema derecha ha sido más fácil cuando se ha impuesto la amnesia histórica

Lo subrayaba un libro reciente de una periodista franco-alemana que ha comparado el recuerdo colectivo de la experiencia del nazismo con la memoria francesa del colaboracionismo. Señala Geraldine Schwarz en Los amnésicos (2017) que Alemania emprendió con veinte años de retraso la asunción de responsabilidades personales y colectivas por haber aceptado o tolerado la dictadura hitleriana y la brutalidad de sus desmanes. Pese a dicho retraso, el esfuerzo posterior por admitir aquel consentimiento ha sido muy intenso y ha conseguido bloquear en Alemania los intentos de devolver capacidad de gobierno a las fuerzas de extrema derecha. En Francia, en cambio, la mitificación de la Resistencia al ocupante alemán dejó en la penumbra una amplísima complicidad institucional y ciudadana de la que apenas se rindieron cuentas. La memoria histórica, pues, flaqueó en gran medida y ha facilitado la expansión creciente de las nuevas propuestas autoritarias. No es un caso único. Algo parecido puede decirse de Italia o de Austria que se instalaron en la desmemoria histórica y donde ya han llegado al Gobierno —aunque sea en coalición— fuerzas políticas con credenciales democráticas más que dudosas. Su manejo parcial y simplificado de la historia les ha permitido manipular los prejuicios elementales de sectores de la opinión poco dispuestos a admitir la complejidad de nuestras sociedades y poco atentos al debate público si no sirve para descalificar en bloque a quien discrepa de las propias propuestas.

¿Contemplaremos una evolución semejante en la política española? Hay quien trabaja para ello. Quien desee evitar esta deriva autoritaria debería tomar nota de la lección que se desprende del libro de Schwarz. El hecho de reconocer honestamente “el peso de un pasado sucio” —al que se refiere el historiador Álvarez Junco en un epílogo sugerente del mismo libro— puede actuar como vacuna preventiva que ponga a raya la tentación de regresar a un pasado donde derechos y libertades han estado sometidos a las arbitrariedades del poder. No parece que nuestro país haya completado este ejercicio de memoria colectiva. Tiende a esquivarlo totalmente o a practicarlo de forma limitada: lo hizo durante la Transición respecto de la dictadura y lo hace ahora con respecto a la Transición y al sistema político que nació de ella. El problema es que —sin acometer con decisión esta complicada tarea— resulta muy difícil reforzar la responsabilidad democrática de la ciudadanía y cerrar el paso a alternativas de gobierno —local o autonómico— que pretenden arrinconarla sin demasiado reparo.

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