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Para Rusia, la guerra de Ucrania iba a ser una cuestión de horas. Aquel 24 de febrero de 2022, los tanques se disponían en las fronteras de Bielorrusia y de las zonas ocupadas para entrar en el país vecino e invadirla sin mucha resistencia. Pero los planes se torcieron: más de un año después, los combates siguen y no hay un horizonte claro. El mapa ha ido alternando el color de los bandos y las cifras de fallecidos o desplazados han aumentado. La victoria, sin embargo, se vislumbra lejana.

Lo que desde el Kremlin llamaron ‘Operación especial’ y defendían como un ejercicio de «desnazificación» es ya una guerra global. A las ansias de Vladímir Putin, que cumplió sus amenazas de madrugada, se le ha unido la duración eterna de las batallas. Y es esa prolongación inesperada la que ha cambiado la estrategia y ha convertido el conflicto en una cuestión troncal en el país exsoviético. Lo ha ratificado incluso el propio presidente: Ucrania no es una lucha «geopolítica» sino la clave para la «supervivencia de Rusia».

Esas son las palabras que ha recogido el diario británico The Guardian de Vladímir Putin. Las usó durante un encuentro con trabajadores de una fábrica de aviación. Además, tal y como describen, las altas esferas de Moscú están al tanto de este imprevisto. Mientras se plantea un nuevo reclutamiento masivo, llega al frente el armamento de países socios de Ucrania o se barajan acuerdos de paz, los mandos del Kremlin dan por sentado que el desenlace va a ser largo.

El escenario donde se hizo patente esta convicción es un apartamento moscovita a finales de diciembre. Allí, mientras los ciudadanos del país celebraban las Navidades con la ausencia de escaparates de firmas extranjeras, un grupo de miembros de la élite cultural y política se aventuraban a chocar sus copas. Entre los deseos, la paz y la vuelta a la normalidad (normalidad que en Rusia implica la supresión de sanciones económicas, la posibilidad de viajar sin restricciones o una mayor tranquilidad de expresarse), hubo un brindis que ensombreció el ambiente.

«Supongo que esperan que diga algo», señaló Dmitri Peskov, el portavoz de Vladímir Putin. Los asistentes permanecieron atentos. «Las cosas se pondrán mucho más difíciles. Esto llevará mucho, mucho tiempo», añadió el alto funcionario, refiriéndose a la guerra de Ucrania. Algunos de los presentes la habían criticado y en esos instantes se mostraron especialmente «incómodos», según las declaraciones anónimas del rotativo inglés.

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La advertencia era «clara»: la guerra no iba a terminar y los rusos deberían acostumbrarse a vivir así, en esta especie de Guerra Fría. El Kremlin no abandonaría las posiciones ni firmaría nada favorable. Y Occidente tampoco se dejaría amedrentar. Al revés: según se ha ido viendo, la cohesión de la OTAN se ha endurecido: En Kiev cuentan con aliados estables y el convencimiento de Europa o Estados Unidos se mantiene en la misma línea: no habrá un paso atrás.

De ahí que el citado discurso de Putin no fuera un shock para la audiencia. Frente a los empleados de una fábrica de aviación de la región de Buriatia (en la linde con Mongolia), presentó el conflicto como una batalla existencial por la continuidad del Estado ruso: «Para nosotros, esta no es una tarea geopolítica, sino una tarea de supervivencia del estado ruso, creando condiciones para el desarrollo futuro del país y de nuestros hijos».

El analista político Maxim Trudolyubov considera esta alocución como otra más en la línea que ha tomado el dirigente en los últimos meses. Putin cuelga la palabra «eterna» cada vez que dice «guerra». «El líder ruso prácticamente ha dejado de hablar de objetivos concretos. Tampoco propone una visión sobre cómo podría ser una victoria futura. No hay un comienzo claro ni un final previsible», explicaba a The Guardian

Se vio esta deriva en el discurso sobre el estado de la nación del mes pasado. Putin incidió en los agravios de Occidente y enfatizó la lucha por la supervivencia de Rusia, dejando caer ese mensaje de resistencia. Una opción que se ve como una renuncia a la retirada. Un diplomático occidental en Moscú remarca ese mensaje de una «guerra que nunca termina» y de no «saber perder».

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Putin no parece echarse a un lado ni observar una vía pacífica. El presidente ruso, alega este diplomático, es un exagente de la KGB (los servicios secretos de la Unión Soviética) y está formado para cumplir siempre sus objetivos. Otros expertos, no obstante, comentan que el dirigente ha dejado de hablar en público de la situación en las trincheras, a pesar de que -apuntan- es él mismo quien decide cada movimiento. 

Un estudio de los discursos del presidente realizado por el medio de comunicación ruso Verstka lo confirma: Putin mencionó por última vez los combates en Ucrania el 15 de enero y solo expresó que la dinámica de su ejército era «positiva». Vladímir Gelman, profesor de política rusa en la Universidad de Helsinki, lo achaca a la aceptación por parte del Kremlin de que no se puede cambiar el curso de la guerra.

«Es más fácil no hablar de los esfuerzos de guerra cuando tu ejército no avanza», reflexionaba Gelman, «pero reducir los ataques no es una opción para Putin. Eso significaría admitir la derrota». Y la derrota no es solo la de no haber invadido Ucrania en aquellas primeras horas o perder miles de soldados, sino verse paralizado por la contienda.

Rusia «simplemente no tiene capacidad para una gran ofensiva”, esgrimía Rob Lee, experto militar estadounidense. Según este especialista, «menos del 10% del ejército ruso en Ucrania es capaz de realizar operaciones ofensivas y la mayoría de sus tropas ahora son reclutas con entrenamiento limitado«. «Sus fuerzas pueden lograr lentamente algunas victorias por desgaste, pero no tienen la capacidad de atravesar las líneas defensivas ucranianas de una manera que cambiaría el curso de la guerra», agregaba.

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«Vemos que el ejército de Rusia se está preparando para una guerra larga. Putin confía en que los recursos de su país superarán a los de Ucrania a medida que Occidente se canse de ayudar a Kiev», opinaba Lee. Además, su campaña de propaganda ha tenido éxito. Pese a las manifestaciones iniciales y al éxodo por miedo al reclutamiento, en el Kremlin se dan por satisfechos con el respaldo de la sociedad. 

Televisiones, escuelas y cualquier ángulo de la sociedad está impregnado de la maquinaria del Kremlin. Se ha desplegado todo el poder mediático para unir al pueblo en torno a la bandera, afirman en The Guardian los expertos consultados. Sergei Lavrov, ministro de Asuntos Exteriores, por ejemplo, sigue usando la retórica del comienzo: «No solo estamos viendo neonazismo, estamos viendo nazismo directo, que está cubriendo cada vez más países europeos».

La sociedad rusa, anotan, vive en una realidad paralela. Y crece la polarización. Konstantin Malofeev, un oligarca conservador que fue sancionado por Estados Unidos en 2014 por «amenazar a Ucrania y brindar apoyo financiero a la región separatista de Donetsk» llegaba a decir que no veía «tanto odio desde que los soldados rusos terminaron la guerra con la victoria en Berlín«. El apoyo al presidente, según las fuentes preguntadas, es «total», pero «no ha llegado del todo a los corazones y almas de toda nuestra gente». Lo que sí ha llegado es la confirmación de que el conflicto va para largo.



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