Hasta la reforma de Aznar de 1998, los templos no podían ser inscritos pero los obispos registraron a su nombre todo el tesoro mudéjar de Zaragoza, algunas joyas del prerrománico asturiano y centenares de edificios históricos por toda la geografía española. Los registradores de la propiedad miraron para otro lado y en 2001, tras un grave incidente por la negativa de uno de ellos, el Gobierno del PP legalizó con carácter retroactivo su inscripción.
Catedral-basílica de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza.
Los registradores de la propiedad hicieron la vista gorda durante décadas a la inscripción por parte de los obispos de cientos, quizás miles, de monumentos de enorme valor histórico, que hasta la reforma de José María Aznar de 1998 no podían ser inmatriculados por tratarse de templos de culto. Al menos, todo el tesoro mudéjar de Zaragoza fue inscrito por el entonces prelado Elías Yanes. Los monumentos de la Magdalena, San Juan de los Panetes y la Seo, entre otros, fueron registrados en 1987, once años antes de que la ley lo permitiera. Incluso la Basílica del Pilar, nada menos, fue inmatriculada en contra de las restricciones legales impuestas por la norma hipotecaria.
El tesoro mudéjar aragonés no fue el único conjunto monumental inscrito en el registro de la propiedad privada cuando la norma lo impedía. También se inscribieron otros tres edificios históricos del prerrománico asturiano antes de 1998, tal como acaba de revelar diario Público semanas atrás. Se trata de San Julián de los Prados, San Salvador de Valdediós y San Pedro de Naves, todos ellos pertenecientes a la obra arquitectónica promovida por los reyes astures entre los siglos VIII y X, y amparados por las figuras de máxima protección patrimonial desde hace décadas.
En Córdoba, también se inmatriculó la ermita del Pocito en 1987, con el agravante de que en el mismo lote se registró una plaza pública, cuya propiedad está sujeta a litigio con el Ayuntamiento de la ciudad después de que la Plataforma Mezquita Catedral revelara el caso a los medios de comunicación. Todo indica que la inscripción de monumentos históricos cuando la ley lo prohibía de manera expresa puede alcanzar varios cientos, una vez que el Gobierno publique el listado completo de inmatriculaciones practicadas por la Iglesia entre 1998 y 2015, cuyo número roza los 35.000 inmuebles y fincas.
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El reglamento hipotecario promulgado por Franco en 1947 no deja lugar a dudas. La Iglesia fue equiparada con el Estado y los obispos recibieron la consideración de fedatarios públicos para inscribir bienes sin aportar títulos de dominio en virtud de un privilegio hoy ya derogado. Pero la norma puso límites al «exceptuar» de la inscripción los «templos de culto», tal como estipula el artículo 5.4 del reglamento. ¿Cómo pudieron los prelados inmatricular templos en el registro si la ley lo prohibía? Esa es la cuestión.
Para el profesor de Derecho Civil Antonio Manuel Rodríguez, la razón es evidente. «Los registradores de la propiedad, antes de inmatricular cualquier inmueble, tienen la obligación de calificarlo y comprobar si puede acceder al registro. Y es evidente que abdicaron de su función», lamenta. Durante años, los obispos se presentaban ante el registro de la propiedad y con su mera autocertificación se anotaban fincas y bienes sin que el registrador pusiera la más mínima objeción. «Tendrían que haberse negado. Había bienes que eran asimilados al dominio público por su gran valor histórico y cultural. E incluso plazas públicas. Y las inscribieron sin comprobar sus títulos y su naturaleza demanial», señala Rodríguez, portavoz también de la coordinadora estatal Recuperando, que agrupa a una veintena de colectivos patrimonialistas.
La dejación de sus funciones por parte de los registradores permitió que la Iglesia inscribiera a su nombre la práctica totalidad del patrimonio histórico español sin haber informado ni siquiera a las autoridades competentes en la protección y tutela del ingente legado cultural. Su laxitud posibilitó incluso la inscripción de algunos monumentos inventariados como propiedad del Estado. Es el caso de San Juan de los Panetes, una de las joyas del mudéjar aragonés, que, pese a ser de titularidad pública desde 1933, el obispo Elías Yanes lo inscribió a su nombre con la anuencia del registrador de la propiedad, en un palmario caso de negligencia que explica el controvertido proceso inmatriculador de las últimas décadas. Solo una denuncia del colectivo MHUEL y la posterior reclamación del Ayuntamiento de Zaragoza permitió recuperarlo para el patrimonio público en febrero de 2019.
A.MORENO
Ahora bien: ¿la inmatriculación de los templos de culto antes de la reforma de 1998 podría invalidar su inscripción? Para Ángel Aznárez, notario y ex magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Asturias, la respuesta es concluyente: no. «No veo argumentos suficientes para declarar la nulidad de la inscripción indebida de templos», asegura uno de los más prominentes expertos en inmatriculaciones. «Se podrá exigir responsabilidades al registrador, pero el asunto ya está extinguido», puntualiza.
Muy crítico con el procedimiento inmatriculador por vulnerar el principio de igualdad ante la ley, el especialista pide cautela y admite que la cuestión es extremadamente compleja desde el punto de vista jurídico, pese a la sombra de inconstitucionalidad que gravita sobre las autocertificaciones diocesanas. ¿Y cómo es posible que los registradores permitieran la inscripción de templos cuando la ley no lo permitía? «Hay muchos que son de militancia católica y no se van a poner a discutir con el obispo cuando se presenta ante el registro de la propiedad». Punto.
No todos los registradores se han plegado sistemáticamente a la voluntad de los prelados. Algunos se negaron a inscribir templos porque su registro violaba claramente la ley. Es el caso de una registradora de la Comunidad Valenciana en 1997, que rechazó la inmatriculación de un templo de Navarrés por «no ser susceptible de inscripción conforme al artículo 5, número 4, del reglamento hipotecario» de 1947. Su negativa provocó un recurso del arzobispo de Valencia. ¿Con qué argumento? La prohibición de registrar templos católicos vulnera la Constitución porque «supone una discriminación frente a otras confesiones». Es decir, en opinión de la Iglesia, el artículo 5.4 del reglamento hipotecario ya no está vigente por «inconstitucionalidad sobrevenida, pues se opone a los artículos 14 y 16» de la Carta Magna, que consagra la libertad religiosa, la no confesionalidad del Estado y la igualdad ante la ley.
La registradora alegó contra el recurso. Y se reafirmó en que el artículo 5.4 del reglamento hipotecario «exceptúa la inscripción de los templos destinados al culto católico». «El mandato reglamentario no ofrece dudas», subrayó. Pero además recordó un dato capital. «El preámbulo del real decreto de 1863 justifica la innecesariedad de inscribir los bienes de uso público general (entre ellos, los templos dedicados al culto)». Y aquí radica uno de los aspectos más controvertidos de la cuestión. Todas las leyes hipotecarias, desde 1863 a la posterior franquista de 1946, impidieron la entrada al registro de los templos católicos históricos porque eran bienes asimilados al dominio público y, por lo tanto, no podían estar sujetos al comercio.
Así lo subrayó la registradora en su alegación y así lo sostienen sistemáticamente los colectivos patrimonialistas. También el ex magistrado Ángel Aznárez recuerda que hasta la Constitución de 1978 la Iglesia católica había tenido tratamiento de corporación de derecho público y sus bienes eran asimilados a la categoría de dominio público. Pero advierte: «Eran como si fueran de dominio público, pero no eran realmente de dominio público». Por esa razón, los templos no podían acceder al registro de la propiedad privada y los obispos disfrutaban del privilegio inmatriculador con las prerrogativas propias de un fedatario público.
Algunos registradores de la propiedad aseguran ignorar que se hayan inscrito templos católicos antes de 1998. El propio decano del Colegio de Registradores de Asturias, Enrique Español, manifestó a Público que «no le consta» que se hayan inmatriculado iglesias o ermitas cuando la ley no lo permitía. Y que si se han practicado este tipo de inscripciones «hay una irregularidad» susceptible de ser impugnada. El hecho cierto es que el Colegio de Registradores que él preside envió en 2019 al Principado de Asturias un listado de inmatriculaciones con, al menos, tres inscripciones de templos antes de 1998.
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Con todo, Enrique Español sugirió que podría darse el caso del registro de fincas «sin decir» que en su interior «había un templo dedicado al culto». En ese caso, el obispo y el registrador estarían ocultando información relevante de la finca inmatriculada. «Efectivamente», admitió Enrique Español. «Y podría ser una falsedad de información», reconoció finalmente. Parece ser que este ha sido el subterfugio empleado en muchos casos.
El litigio de la registradora de Valencia de 1997 se inclinó a favor de las posiciones de la Iglesia. Y solo unos meses más tarde José María Aznar reformó el reglamento hipotecario para suprimir el artículo 5.4 y autorizar, por primera vez en la historia, el acceso al registro de la propiedad privada de los templos de culto católico. Lo hizo además con los mismos argumentos empleados por el arzobispo de Valencia, que apelaban a la «inconstitucionalidad sobrevenida» por quebrar el principio de igualdad entre confesiones. Tres años más tarde, en 2001, la Dirección General de Registros y el Notariado, bajo el control del Gobierno del PP, dictó una resolución legitimando la inmatriculación de templos y declarando inconstitucional su prohibición.
El profesor de Derecho Civil Antonio Manuel Rodríguez reconoce que el principio invocado es legítimo. «En efecto, es inconstitucional impedir que la Iglesia inscriba desde 1978 los templos que demuestre que son suyos. Pero también lo es que los inmatricule con las prerrogativas propias de un funcionario público y sin aportar títulos de dominio». Es decir: Aznar declaró inconstitucional con una simple resolución administrativa la prohibición de inmatricular templos y, en cambio, permitió que los prelados siguieran usando un privilegio predemocrático y presuntamente inconstitucional que los equiparaba al Estado. El resultado es que entre 1998 y 2015, la Iglesia inscribió a su nombre cientos de monumentos de carácter religioso, incluidas la Mezquita de Córdoba y la Giralda de Sevilla.
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Antonio Manuel Rodríguez sostiene, por tanto, que si una resolución del Gobierno del PP pudo declarar la «inconstitucionalidad sobrevenida» de un artículo del reglamento hipotecario, también podría ser posible hacer lo propio con el privilegio inmatriculador de los obispos. Y más cuando la «posesión inmemorial» a la que aluden los prelados para defender sus derechos de propiedad «no existe en nuestro ordenamiento». El portavoz de Recuperando remarca, además, que la Ley Hipotecaria de Franco de 1946, al prohibir el hasta entonces acceso al registro de la mera «posesión» de un bien, la convirtió de un plumazo en título de propiedad. En ese aspecto coincide con el ex magistrado Aznárez, quien recalca la enorme trascendencia de ese cambio y lo tilda de «salto cualitativo cojonudo» en favor de la Iglesia.
Este especialista asturiano está convencido de que el artículo 206 de la Ley Hipotecaria, derogado en 2015, fue un «atentado contra el principio de igualdad», que otorgó una «facultad desorbitada» a la Iglesia para inscribir monumentos y bienes a su nombre sin garantías. Pero advierte de que el asunto es extremadamente complejo y no vislumbra soluciones razonables y ordenadas para la cuestión, tal como quedó demostrado en el caso de Ucieza, que obligó a los propietarios de una ermita a prolongar un pleito durante veinte años hasta ganarlo en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En el ordenamiento jurídico nacional, además, solo hay dos sentencias del Tribunal Supremo que hayan abordado la cuestión de las inmatriculaciones, según aduce Aznárez, y las dos dictan fallos contradictorios en relación a la inconstitucionalidad de los certificados diocesanos.
Su larga experiencia de varias décadas le inclina a pensar que es preferible buscar una salida negociada con la jerarquía católica, al modo del Concordato de 1851, cuando la Iglesia aceptó la irreversibilidad de la desamortización a condición de que se le permitiera adquirir bienes en el futuro.