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Cuando Almudena publicó Inés y la alegría, me invitó a comer. Nos hicimos amigas y buenas compañeras. “Comadres”, como dicen sus lectoras. Me regaló una edición especial del libro y me lo dedicó con una letra que entendías en cuanto la mirabas bien. Caligrafía clara, decidida y profunda. Como sus narraciones. Yo había leído sus novelas admirando su lucidez para retratar el presente y entrelazar historias íntimas con esa historia que tanto le gustaba estudiar. Pero, después de leer Inés y la alegría, ya solo podía imaginarme a Almudena noqueando a los fascistas, a galope, besando a su amor, metiéndose sin dilación en la cocina para freír croquetas. Porque Almudena Grandes, además de ser una magnífica escritora, enraizada en la tradición del realismo y plantada intrépidamente en su contemporaneidad, comprometida con la realidad y con su titánico proyecto de escritura, consciente de que nuestras voces carecen de sentido sin las de la memoria; además de crear vínculos afectuosos con lectoras y lectores que sentimos que sus relatos son el nuestro, y nos lo escribe sin mirarnos por encima del hombro; además del lugar de honor que ocupa en la cultura española, era una mujer vitalísima, buena y generosa que, como Inés al galope, por la mañana encabezaba una manifestación sindical, comía con su editor, escribía esta columna, preparaba cena para 30, te regalaba un túper con ensaladilla rusa. Y disfrutaba: familia, amistad, conversación, anecdotario, carcajada, y celebración de la vida. Veo a Almudena republicana, valiente y rebosante de esa inteligencia que irradiaban sus ojos. Trabajadora. Contra la injusticia y en favor de la esperanza. Echaremos de menos la calidez de su escritura. Y de sus abrazos. Me aferro a otra dedicatoria: “porque la felicidad es una forma de resistir”. Aún no puedo creer esto que nos ha sucedido ni sé medir la dimensión de esta pérdida, pero estoy segura de que a ella le habría gustado vernos felices.

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