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Hace ya diez años que un tumor cerebral arrasó la vida de Amparo Muñoz. Escribí entonces una carta que reproduzco ahora en recuerdo de aquella mujer sencilla y buena que nunca olvidaré.

Queridísima Amparo, le decía, eras la niña morena y ágil de Pablo Neruda, y el sol que hace las frutas, el que cuaja los trigos, el que tuerce las algas, hizo tu cuerpo alegre, tus luminosos ojos y tu boca que tenía la sonrisa del agua. Eras la música callada, la soledad sonora de Juan de la Cruz, el pecho del amor muy lastimado. Eras la herida que duele y no se siente de Quevedo, el hielo abrasador, el fuego helado. Eras el verso cubierto de rocío de Lope, y pasabas junto a él las noches del invierno oscuras. Eras el cendal flotante de Bécquer, el gemido del lago azul. Eras la libélula vaga de Rubén
Darío, y te perdías en el viento sobre el trueno del mar. Eras la tarde doliente de Juan Ramón Jiménez, la luna de plata sobre los geranios rosas, la luna de plata melancólica. Eras el rostro amado donde Vicente Aleixandre contemplaba el mundo y volabas de su mano a la región donde nada se olvida. Eras la plaza soleada de Octavio Paz, y tus pechos, dos iglesias donde oficiaba la sangre sus misterios paralelos. Eras la paloma de Rafael Alberti, y te equivocabas, querida Amparo, te equivocabas, creías que el mar era el cielo, que la noche la mañana. Eras la desventura de Borges, inagotable y pura. Eras la boca rota de amor y el alma dormida de Federico García Lorca, las hojas de su otoño enajenado. Eras el verso sin cicatrizar de José Hierro, cuando el poeta te miraba a los ojos porque quería escuchar el mar. Eras el feroz exterminio de los días de Caballero Bonald, las trizas del telar del amor. Eras, en fin, el beso en el alma, “la amada más amada y más lejana que jamás tuvo un hombre”.

José Luis Dibildos y Elías Querejeta te convirtieron en una actriz. Llenaste la pantalla en medio centenar de películas, en Tocata y fuga de Lolita, en Hablamos esta noche, en Clara es el precio, en El balcón abierto, con Lorca al fondo… No
tuviste otra ambición que hacer feliz a los que te rodeaban. Por eso lo diste todo, lo entregaste todo, te quedaste sin nada. Dos meses antes de que te casaras con uno que cantaba, fuimos a almorzar a un restaurante que se llamaba Las lanzas y los soldados pintados por Velázquez brincaron del cuadro para acercarse a ti y rendirse de nuevo ante tu breda estremecida. Después acudimos al teatro y el patio de butacas enmudeció mientras caminabas por el pasillo central. Un
novio cabroncete, al que conocí bien, te metió en el mundo sórdido de la droga para retenerte a su lado. Me lo contaste en casa con la mirada entristecida y turbia. Supiste salir del horror. Todavía eras la Capilla Sixtina de la belleza. Cada vez que la desgracia te perseguía acudías desolada a contármelo.

Un día te quisieron robar lo poco que te quedaba. Le encargué a Ignacio Ruiz-Gallardón que te defendiera. Lo hizo con eficacia, pero a ti te daba ya todo igual. Estabas por encima del bien y del mal, aunque nunca perdiste tu vocación de actriz. Casi nadie recuerda que te enfrentaste con la aventura del teatro y que te dirigió Galiana en La habitación del hotel de Miranda junto a Blanca Marsillach. Defendiste tu papel con dignidad, esa es la verdad. Unos años después, en
noviembre de 2005, me pediste que presentara en la sala Alegoría tu libro La vida es el precio, escrito con la colaboración de Miguel Ángel Fernández. Al terminar el acto, te miré a los ojos tan frágiles y te dije el verso del poeta: “A ti por quien moriría, me gusta verte llorar, en el dolor eres mía, en el placer te me vas”. Pero no era verdad. No me gustaba verte llorar porque amabas la vida. A José Aguilar, le decías: “No me quiero marchar, José”.

Y bien, Amparo. Como Pablo, “yo soy el que te espera en la estrellada noche sobre las áureas playas, sobre las rubias eras, el que cortó jacintos para tu lecho, y rosas, tendido entre las hierbas yo soy el que te espera”. Las viejas llaves oxidadas de Láquesis han abierto para ti los portones de la muerte y has cruzado, abrazada al silencio, la oscura penumbra del más allá. Mis manos estaban tendidas a tu voz lejana, lo sabes muy bien. Pero no quiero lamentarme en este día de invierno y de tristeza porque te veré pronto, querida Amparo, te veré pronto…

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