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Una guerra no termina cuando se acuerda la paz ni cuando se rinde el enemigo, lo que viene inmediatamente después es otra cosa. Lo sabían muy bien los responsables del ejército franquista y, antes de ocupar Madrid a finales de marzo de 1939, tenían perfectamente elaborado el plan con lo que tenían que hacer. De lo que se trataba era de conseguir cuanto antes el mayor número de documentos que los orientaran en su labor de limpieza. Querían quitarse de en medio a cuantos no celebraban el triunfo de aquella cruzada gloriosa que estaban realizando con la fuerte determinación de acabar con quienes formaran parte de lo que consideraban la anti-España. “El trabajo que no se realiza dentro de los cuatro primeros días deja de tener eficacia”, se podía leer en el primer párrafo de las Normas para la entrada en una ciudad ocupada.

Dividieron la ciudad en distritos, y las tropas franquistas avanzaron desde distintos sitios hasta ocupar los lugares estratégicos, militarizaron los servicios, los batallones de orden público tomaron el control de la situación, se iniciaron los registros en los espacios previstos, la persecución tomó forma. Fue implacable. El historiador Alejandro Pérez-Olivares ha reconstruido lo que ocurrió después, cuando la guerra ya había terminado pero siguió prolongándose en otro tipo de guerra (más silenciosa, oscura, pero también brutal). Lo ha hecho en Madrid cautivo, un trabajo donde explica la ocupación y el control de la ciudad entre 1939 y 1948 y que se publicó hace un par de años. Una de las obsesiones de las nuevas fuerzas del orden era vencer el “anonimato asociado a la gran ciudad”, y la manera de hacerlo era acabar con la distinción entre lo público y lo privado. Verlo todo es siempre la gran meta de los que tienen vocación totalitaria, que no exista ni un solo rincón de sombra, nada ambiguo, ser capaces de reconocer sin ninguna duda quién está de este lado y quién está del otro. Y, hasta ese momento, cualquier persona es sospechosa.

Era importante que la gente de Madrid sintiera la ocupación. “El ‘Día de la Victoria’ también fue el momento para evaluar los comportamientos pasados y decidir quién podía tener esperanza y quién debía tener miedo”, escribe Pérez-Olivares. Había llegado la ocasión de evaluar y castigar. Y para hacerlo no se dudó en implicar a los vecinos, a los porteros, al servicio doméstico. Para descubrir a los que se camuflaban se pidieron informes y se convirtió la delación en una virtud que los nuevos inquisidores supieron apreciar y también premiar. Se impuso la cultura de la denuncia. El señalamiento. Algo muy propio de ese rancio puritanismo que llegó con el nacionalcatolicismo, que reclamaba que se distinguiera con claridad a quienes eran de una pieza frente al resto de bribones.

Todo eso queda muy lejos, forma parte de la historia, y de una historia lamentable y triste. Lo que hoy provoca desasosiego es darse cuenta de que muchas de esas conductas regresan, de que se imponen nuevos puritanismos, que hay quienes presumen de que no exista distancia entre lo público y lo privado porque son auténticos a tiempo completo y en todas partes. Sin matiz alguno, inmaculados. Y es entonces cuando los vemos avanzar dando golpes con el látigo, como aquel impoluto falangista o aquel religioso intachable de la posguerra, desplegando la arrogancia y prepotencia de quien no tiene nada que ocultar.

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