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Manel Barriere Figueroa | Matías escalera se define a sí mismo como “un escritor vinculado a modelos de pensamiento materialistas y críticos.” Su obra sin embargo refleja un compromiso que va mucho más allá de la pertenencia a una corriente intelectual. Matías es un militante de izquierdas, o de la Izquierda en mayúsculas, preocupado siempre por la defensa de unos valores que, entiende, deberían ser constitutivos de cualquier corriente transformadora, valores a partir de los cuales se pueda construir un espacio común y diverso que nos permita avanzar.

Yo destacaría dos conceptos que definen también una actitud ante la literatura y la vida: el rigor y la esperanza. El rigor necesario para comprender el mundo sin dogmatismo, la esperanza como consecuencia ineludible. Un sollozo del fin del mundo es la tercera novela de Matías Escalera, recién publicada por Kaótica Libros, una obra lúcida sobre el futuro que nos interpela y nos enfrenta cara a cara con los retos del presente.

 

Después de escribir dos novelas sobre el pasado histórico a partir de experiencias vividas, publicas una novela de anticipación que se adentra en un futuro hipotético. ¿Por qué esta decisión? ¿Qué línea de contacto mantiene Un sollozo del fin del mundo con tu obra anterior?

Así es, mis dos novelas anteriores responden a dos momentos o coyunturas distintas de nuestro tiempo o del tiempo histórico vivido por mi generación: El tiempo cifrado, la denominada Transición, esto es, el final de un mundo y el nacimiento de otro; y Un mar invisible, justamente, la España que se entrevé en aquella, la de la burbuja, la del triunfo del capitalismo de chiringuito que explotó entre 2007 y 2008.

Esta nueva novela, Un sollozo del fin del mundo, trata de nuestro presente actual, pero visto desde la perspectiva de nuestro inmediato futuro, de modo que el lector, al adentrarse en ese 2056 novelado, vuelva a su presente, nuestro presente, de otro modo, contemplando de una forma crítica lo que sucede a su alrededor y comprendiendo las previsibles consecuencias –en su/nuestro propio futuro– de los fenómenos que acontecen y de las decisiones que toma y tomamos en su/nuestro tiempo presente.

 

¿Piensas que, en la coyuntura actual, social y política, la literatura tiene la responsabilidad de imaginar líneas de futuro que no pasen por el colapso?

Por supuesto, por eso he planteado así la novela: de una manera realista, en términos cervantinos, es decir, cimentada en el principio de la verosimilitud; y localizada la acción principal en un futuro inmediato, 2056. No quería una novela de ciencia ficción fantasiosa localizada en un tiempo imposible de prever. Por eso, me tiré más de un año y medio documentándome y leyendo informes y artículos en los que se hicieran proyecciones geopolíticas, climáticas, técnicas, científicas, sociales y culturales lo más fundadas, en términos científicos, y realistas posibles. No quería los apocalipsis épicos, al uso. Quería novelar el fin de este nuestro mundo como un lento, normalizado y contradictorio sollozo –o gemido, a decir verdad–; tal como está sucediendo ya, pues, aunque la mayoría no sea consciente de ello o no le importe un pepino el asunto, ya estamos en el futuro.

 

Hay un personaje que lee informes escritos por su abuela que repasan la historia del mundo y la sociedad, desde el siglo XX, hasta el presente de la novela, situado en nuestro futuro. Pese a tratarse de una historia de anticipación especulativa, parece que nos vengas a decir que sea cual sea la situación, sin memoria no podemos entender el presente ni las opciones que este abre hacia algo diferente. ¿Te lo planteaste de esta manera al proyectar la novela, o simplemente es un recurso narrativo para contar el mundo en el que transcurre la acción?

Tomé esa decisión en la construcción del texto por varias razones, una es la que tú enuncias, que, sin memoria, no hay verdadera conciencia del presente, ni posibilidad ninguna de construir un futuro aceptable: una certeza que está en la base misma del materialismo social e histórico, que es el punto de partida, no solamente de mi forma de contemplar la realidad, sino de mi propia escritura.

La segunda razón es porque, de esa forma, concibiendo nuestro presente y nuestro futuro inmediato, como un tiempo ya pasado, ya realizado, aportaba a esos mismos datos que constituyen la base de los escritos e informes de la abuela, Rebeca Heinz, que su nieto, Saúl Bochum, lee y repasa, les aportaba, digo, un añadido de verosimilitud que me interesaba enormemente destacar; pues, como he dicho, la verosimilización de todos los aspectos constitutivos de la novela es uno de los pilares maestros en su construcción.

Y, en tercer lugar, opté por dicha estrategia, porque, mediante este sencillo artificio narrativo, podía incluir documentos y documentación ‘reales’ en la novela, sin que estos chirriasen ni interrumpieran el desarrollo de la acción, aparte de que me permitía establecer el carácter y ahondar en los dos personajes, el de la abuela, que representaría mi generación, y el del nieto, que representaría la de los que ahora son niños o adolescentes.

 

Los dos protagonistas de la novela son un policía y un científico que trabaja para un proyecto de colonización del espacio. ¿Por qué escogiste estas dos profesiones, personajes además de clase media culta, por decirlo de una manera, en lugar de, por ejemplo, centrarte en personajes de clase trabajadora? ¿Es una cuestión de estrategia discursiva, pensaste que a través de dos personajes de esta posición social el relato resultaría más claro y directo? ¿Tiene que ver con el carácter eminentemente “burgués” o “pequeño burgués” de la novela como género?

Viktor Klein, que, desde su nacimiento, hasta bien entrada su preparación en la Academia de la Nueva Europol, ha sido Viktoria Klein, tiene un origen humilde, de hecho, el origen de su cojera se debe, en parte, a ese origen humilde y a la búsqueda de medicamentos adulterados en el mercado negro por parte de su madre, durante una de las epidemias que se dieron en su infancia; pero es que, además, un policía, como Klein, es un trabajador, no es un operador político, ni fáctico, es un asalariado sometido a una disciplina ‘productiva’, un concepto por el que Pasolini se enfrentó a la izquierda de su tiempo y que, para mí, es algo evidente, que nos cuesta comprender, aun hoy, y es causa de la equivocación esencial que la izquierda comete a la hora de enfrentarse con el fenómeno de los cuerpos de seguridad del estado, pero que algunas corporaciones de izquierda, en los inicios de la democracia, durante los primeros años ochenta, sí comprendieron, en relación, sobre todo, con sus políticas activas de captación de policías municipales.

Y no digamos, un técnico especializado, como es Saúl Bochum, un asalariado sometido a la más estricta y descarnada disciplina productiva, sin capacidad de ordenamiento político o fáctico, de ahí que su única vía de respuesta sea el sabotaje. En nuestro mundo, un trabajador es algo más que un operario manual, ese es otro de los malentendidos que nos lastran a la hora de enfrentarnos políticamente a nuestra propia clase, y a las pruebas me remito.

El carácter eminentemente ‘burgués’ o ‘pequeño burgués’ de la novela como género es algo que afecta a su origen histórico, como el arado y la siembra en surcos poseen un origen neolítico, o el bisturí, un origen chamánico y ritual; a estas alturas, novela, arado y bisturí son meras herramientas, que pueden ser usadas en direcciones contrapuestas, con efectos contradictorios. Mi modo de uso, tú lo sabes, como tus propias novelas, va en una dirección intencionalmente crítica y materialista, que nada tiene que ver con la novela comercial o el bestseller. Aunque, teniendo en cuenta todo ello, los dos personajes devienen necesarios, tal como son, para el desarrollo de la trama ideada.

 

He escrito en una reseña para Viento Sur, que la novela, justamente, por su verosimilitud, me ha despertado un miedo hacia el futuro, más vivo que algunos de los ensayos sobre las consecuencias de la crisis climática que he leído, pero que lo importante no es tanto el miedo como la consciencia de tener miedo, pues la consciencia nos puede empujar a revelarnos o a buscar soluciones. Los personajes de tu novela, sin embargo, encuentran su camino a través de conflictos morales con los cuales se enfrentan en su trayectoria vital y profesional.

¿Cómo abordaste en la novela la relación entre estas dos vertientes de la experiencia humana, la incertidumbre y la angustia ante la realidad material de un mundo en crisis, y la dimensión moral de las relaciones humanas que se dan en este mismo mundo?

Esta es una cuestión sumamente interesante, que irremediablemente se conecta con la que planteabas antes. Dada la realidad real tal cual es, resultado de fenómenos, causas y factores de carácter material e histórico, que padecemos por el hecho de habitar el espacio/tiempo que habitamos y de vivir la coyuntura histórica que vivimos (las padecemos, afirmo, pues nos superan como sujetos individuales), hay dos maneras de enfrentarse a esas condiciones materiales dadas, aceptándolas o confrontándolas y, si decides confrontarlas, las razones pueden deberse, bien a garantizar la mera supervivencia material: como sucede en periodos de la historia en los que los esclavos, como Espartaco en el siglo I; o los siervos, en las rebeliones campesinas, por ejemplo, de los siglos XIV y XVII; o la plebe, durante el siglo XVIII, que culmina en la Revolución Francesa; o el proletariado industrial, durante el siglo XIX y parte del XX, que culmina en la Revolución de Octubre y en el frustrado intento espartaquista alemán, se levantan y luchan para cambiar las condiciones y las bases materiales que los someten al hambre, la explotación extrema y al peligro real de extinción. O bien, esas razones, pueden deberse a decisiones ideológicas –de raíz moral, como tú dices–, cuando no es la supervivencia material la causa primera de esa confrontación: como son los casos de los personajes de los que hablábamos, cuyas razones se deben a un proceso de reflexión y de elecciones de carácter filosófico y moral, es verdad, pero que, si te das cuenta, están relacionadas con la propia supervivencia material y la propia extinción también.

Y eso es lo que pasa, en la realidad real, con los sujetos que se deciden por la confrontación a pesar de que sus vidas individuales no están en peligro, a pesar de que las condiciones materiales del sistema/mundo que habitan, este capitalismo extremo, no les resultan especialmente lesivas, a título personal, pero que, por un imperativo ideológico, reflexivo y moral, deciden confrontarse abiertamente, incluso poniendo en peligro su propia posición a resguardo, ‘protegida’ o, quizás, de privilegio; oponiéndose, a menudo, y esto es lo paradójico, a los que deberían confrontar este sistema/mundo por razones objetivas de supervivencia.

 

Lo que más me ha chocado de la novela (algo en lo que tal vez no esté del todo de acuerdo), es en la idea de una religión católica que se ha transformado hasta aceptar el suicidio ritual como una forma de mitigar los problemas de sobrepoblación del mundo. ¿Piensas que para el poder y las clases dominantes la ideología es tan funcional que pueden pasar de defender unos principios morales a defender todo lo contrario solo porque resulta útil a sus intereses de clase?

Así es, en efecto; y no es algo nuevo ni extraordinario. En la Iglesia católica, esto ha sucedido en más ocasiones de las que parece; un caso que, estando en la universidad, siendo un joven estudiante, me lo confirmó (más allá de la modificación doctrinal respecto del celibato sacerdotal, a lo largo de los siglos XIII y XIV, por razones esencialmente políticas), fue el cambio radical en la doctrina de la infancia y del matrimonio que se produjo entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX.

En la doctrina eclesiástica, hasta el siglo XVIII, el homicidio de un niño por parte de los padres, tutores y educadores, en el proceso de su educación, no iba más allá de ser considerado un pecado venial, pues su alma, aún no formada, como la de las mujeres, no era un alma plena y, por tanto, no se podía considerar un ser completo.

El matrimonio, como la maternidad, entre las clases superiores, pero también entre las subalternas, no dejaban de ser considerados meros contratos necesarios, en cierto modo, males menores (la maternidad estaba tan desprestigiada socialmente entre las castas superiores, que las mujeres embarazadas se escondían durante el periodo de gestación y, una vez, dado a luz, entregaban sus retoños a un ama de cría, en cuya familia se criaba el vástago, al margen del afecto materno y paterno; y, entre las castas inferiores, el asunto no dejaba de ser un mal trago exigido por la necesidad), la Iglesia asumía tales conductas como adecuadas a su doctrina; quizás, pocos sepan que el siglo XVIII es uno de los periodos históricos en que se usaron los métodos anticonceptivos de un modo más general y profuso: y esto, por todos los sectores sociales; ante la tolerancia y aquiescencia tácita de la Iglesia.

Sin embargo, en el transcurso de cuarenta años, más o menos, esa doctrina cambió radicalmente y el matrimonio se convirtió en un sacramento santo, el sexo como experiencia gozosa quedó anatematizado y la única función del mismo sería, a partir de ese momento, la procreación, la prole. Al mismo tiempo, el valor de los infantes deviene esencial, y la infancia, en sí misma, se mitifica y se idealiza; la mujer solo tiene como función el santo deber de parir. ¿Qué ha pasado en esos cuarenta y tantos años?, ¿qué ha provocado ese cambio radical?, pues la revolución industrial: los talleres, las fábricas y los telares, y, por supuesto, las colonias, necesitaban mano de obra abundante y no había, era necesario ponerse manos a la obra para producirla en masa.

Así que es probable que la doctrina eclesiástica, bien por necesidad, bien por adaptación a las coyunturas históricas venideras –que ya se anuncian en nuestro presente real–, cambie radicalmente sobre cuestiones como la eutanasia, el celibato o el sacerdocio femenino, por ejemplo. En las costumbres ‘doctrinales’ del capitalismo pasa lo mismo, mi generación ha vivido cambios radicales en la doctrina capitalista: del ahorro y la compra al contado, como objetivo santo y deseable, se pasó a la venta a plazos masiva; de la especulación financiera como pecado mortal, contra el bien supremo de la producción, hemos pasado a la especulación financiera como la norma doctrinal y objetivo santo y deseable. En fin, las doctrinas son fundamentalmente herramientas de dominio y estas se adaptan a los diversos avatares de las condiciones de dominación.

 

La esperanza en tu novela pasa por los Espacios Rojava/Detroit, zonas donde se vive una especie de socialismo democrático austero (socialismo descalzo diría Jorge Riechmann). En mi opinión, es mucho suponer que en la realidad espacios de este tipo pudieran sobrevivir sin provocar un choque directo con un poder económico global atravesado por conflictos políticos y militares. Partiendo de la base de que una novela no está obligada a presentar un plan estratégico para la revolución ni un programa político de transformación social, ¿crees que son posibles este tipo de espacios, que el capitalismo puede llegar a permitir el desarrollo libre y pacífico de zonas liberadas, o se trata de una idea para la esperanza abierta a la interpretación del lector?

Los espacios Rojava/Detroit deben mucho, en su diseño, a Jorge; un curso sobre decrecimiento que hice con él, hace muchos años –cuando el concepto era una rara avis incluso entre la izquierda–, en la sala Youkali, que dirigía, en Vallecas, nuestro llorado César de Vicente Hernando, me abrió una perspectiva nueva sobre la única estrategia realmente efectiva de encarar nuestro futuro inmediato. Luego vinieron más lecturas y un periodo de documentación acerca del asunto.

En la novela, si te das cuenta, se plantea, de modo explícito, el problema que has señalado; uno de los esfuerzos verosimilizadores más potentes que hice fue, justamente, explicar de un modo adecuado y razonable la presencia de esos espacios en un mundo fragmentado, como es el del 2056 que propongo en el relato. Y creo que lo conseguí por las vías práctica y tecnológica: esos espacios ‘liberados’ son necesarios para el propio sistema, por la función tecnológica que desempeñan en el entramado universal ligado al desarrollo de las cadenas de bloques o blockchain, además de por la pericia de sus comunidades para no confrontar directamente con el resto de las áreas. Esto ya ha sucedido más veces con experiencias comunales, a lo largo de la historia. En cierto sentido, sí serían, como tú has dicho, reservas de la esperanza, lugares desde los que el sollozo o el gemido del fin se escucha de un modo, al menos, más sereno y más humano, en el buen sentido de la palabra ‘humano’.

 

¿Te plantearías tal vez una continuación de la novela (en la ciencia ficción se llevan mucho las trilogías) en la que chocaran estos dos mundos paralelos que la configuran, esta especie de dualidad distopía-utopía, con la totalidad del mundo y la sociedad en disputa? ¿Crees que la utopía pasa irremediablemente por enfrentarnos con el inevitable colapso de la sociedad actual, que, de alguna manera, la utopía vendrá después de la distopía (no en un sentido mesiánico, claro, en un sentido materialista, teniendo en cuenta la lógica evolución de las condiciones históricas que tú planteas en la novela)?

La verdad es que no me lo he planteado, pero ahora que lo dices, no estaría mal ver qué pasa con esos espacios Rojava/Detroit, a medida que las condiciones globales se agraven y las zonas protegidas se vean desbordadas… Descontada una revolución, en los términos en que pensamos aún las revoluciones, que no se dará, no podemos descartar una sucesión de periodos insurgentes y de revueltas populares locales, más o menos extensas; de hecho, el 15M, Occupy Wall Street o las ‘primaveras árabes’ formaron parte ya de ese futuro inmediato. Hasta que nos enfrentemos –como piensan algunos especialistas– a una situación de colapso ya definitivo, evidente e inminente, en la que, acaso, se dé, ya tarde, un cambio de rumbo, inútil, a esas alturas; salvo que decidamos continuar, ante la catástrofe inminente –como bien podría suceder– negándonos a mirar arriba.

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