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En un librito delicioso, Una salida honrosa, Éric Vuillard cuenta un doble fenómeno. Por un lado, Francia sufre en 1954 una humillante derrota frente a los campesinos-soldados del Viet Minh y debe retirarse de Indochina. Por otro, el Banco de Indochina, protagonista de la brutal colonización durante muchas décadas y baluarte de la alta burguesía francesa, hace un gran negocio con la traumática fuga.

En Indochina combatieron muchísimos jóvenes franceses, de Jean-Marie Le Pen a Alain Delon. Al trauma asiático siguió el trauma norteafricano: la guerra de la independencia argelina acabó de hundir Francia en una profunda crisis política y moral.

Argelia se acabó, pero la guerra de Indochina siguió con otro nombre: ahora combatían Estados Unidos y el Vietcong. Ninguna sociedad europea se polarizó tanto como la francesa con la guerra de Vietnam. Los acontecimientos de mayo de 1968 comenzaron precisamente en el Comité Vietnam de la Universidad de París-Nanterre. El 23 de abril de ese año, un estudiante izquierdista, Daniel Cohn-Bendit, se pelea en la universidad con un joven de ultraderecha, Hubert de Kervenoaël, para quien la guerra de Vietnam constituye un vital empeño contra el comunismo.

La juventud de ultraderecha se congrega en torno a Occident, una organización violenta perseguida por la policía. Las escaramuzas entre ultraderechistas y ultraizquierdistas se desplazan a la Sorbona, en el centro de París. La izquierda decide hacer suyo el Barrio Latino. Y bajo la sombra de Vietnam estalla una extraña “revolución”, sin un solo muerto y sin otro objetivo que oponerse a las dos grandes jerarquías francesas, la del poder, encarnada por el senil general Charles de Gaulle, y la de la oposición, representada por el Partido Comunista.

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Curiosamente, los dos bandos estudiantiles se diluyen al levantarse las barricadas. Fundadores de Occident, como Gérard Longuet, Alain Madelin y Patrick Devedjian, se integran en la derecha convencional. Con el tiempo, los tres serán ministros de Nicolas Sarkozy, quien utiliza su mandato presidencial (2007-2012) para combatir “el relativismo intelectual y moral heredado de Mayo del 68″. La misma batalla que libra ahora Marine Le Pen.

Lo de la extrema izquierda tras 1968 resulta muy peculiar: se pasa masivamente al psicoanálisis, versión lacaniana, reconvertido en “teoría revolucionaria”. El presidente Georges Pompidou aprovecha esa fuga hacia el ámbito individual y financia con la máxima generosidad el nuevo Departamento de Psico­análisis de la Universidad de París-Vincennes. Como dice Sunil Khilnani en Arguing Revolution, “el Gobierno pagó para mantener a los marxistas radicales preocupados por su inconsciente”.

Eso explica la ausencia de terrorismo en Francia durante los años setenta, terriblemente violentos en Italia, España y Alemania. Y muchas de las complejidades ideológicas de una izquierda con la que François Mitterrand (que no era de izquierdas) hizo lo que quiso, hasta dejarla exhausta. El comunismo se hundió con la URSS. El socialismo se convirtió en un cascarón vacío.

En 2018, Emmanuel Macron, el hombre que creyó haber superado las divisiones políticas francesas, pensó en celebrar a lo grande el cincuentenario de Mayo del 68. Pero no se atrevió: comprobó que el asunto era aún demasiado explosivo. Ahí empezó a notarse que Macron entendía mucho mejor el poder que la compleja realidad francesa.

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