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“Lo que me emociona de los pueblos abandonados es cómo sus muros luchan contra el olvido y son capaces de mantenerse en un equilibrio increíble”. La historiadora Esther López Sobrado habla mientras fija la mirada en el ruinoso lienzo de piedra que da la bienvenida a los curiosos que vienen a conocer la historia de Santa María de Rioseco, un antiguo monasterio escondido en la comarca burgalesa de Las Merindades que ha estado a punto de desaparecer para siempre. Una jungla de ramas oculta el único elemento renacentista del edificio cisterciense (siglo XIII) que aún queda en pie. Sin embargo, sus viejas piedras resisten, igual que los pocos vecinos que quedan en el valle de Manzanedo, donde se enclava el edificio. Sus 16 pueblos apenas suman ya 140 habitantes. El aislamiento, la falta de oportunidades y la consecuente pérdida demográfica son esas otras ramas que asfixian esta región de la España interior. Pero en medio del desencanto, los vecinos de esta y otras zonas despobladas comparten con historiadores, profesores, emprendedores y estudiantes la necesidad, la pasión y la ilusión por preservar el legado histórico. Estos son algunos pequeños relatos de éxito en lo que supone toda una operación vecinal de rescate del patrimonio.
La travesía arranca en Fuenteodra (Burgos), tras la pista de algunas de esas personas que se oponen a la fatalidad, como Javier Maisterra. “Me gusta decir que la mía es una historia romántica, un amor a primera vista”, presume rodeado por las ciclópeas formaciones rocosas del geoparque de las Loras, un pedazo de la cordillera Cantábrica donde se puede leer la evolución geológica del continente a lo largo de millones de años. Entre los sinclinales (pliegues de la corteza terrestre) de este enclave protegido por la Unesco desde 2017 se yergue la imponente iglesia que domina como un faro el pueblo de Fuenteodra. En el interior de este templo del siglo XVI dedicado a San Lorenzo Mártir, las proporciones armónicas y las elevadas bóvedas de estilo gótico flamígero provocan el asombro del visitante, el mismo que sintió Javier Maisterra hace 25 años y que lo llevó a adquirir una vivienda junto a la iglesia. Entonces aún tenía culto, aunque el musgo y la vegetación en uno de los paramentos hacían presagiar ya serios problemas de filtraciones. En 2006, el arzobispado de Burgos trasladó el mobiliario de valor, echó el cierre y condenó el edificio a su suerte. Pero hace tres años, cuando la cubierta amenazó con venirse abajo, los vecinos se movilizaron. Maisterra, ingeniero forestal de profesión, se erigió en guía de los descontentos, que reunieron un millar de firmas para exigir una intervención pública de urgencia.
Micromecenazgo, ayudas públicas y asesoramiento de expertos han confluido en una estrategia que ha dado la vuelta a la historia. Como si de una gran catedral se tratase, el pueblo encargó un plan director para conducir una serie de obras que se han sucedido “como un metrónomo”, apunta Maisterra, para garantizar la cubierta y la estabilidad del edificio. Todavía resulta más increíble que la asociación de Fuenteodra, un municipio de 12 habitantes, haya logrado recabar cerca de 300.000 euros, licitar las obras y ejecutarlas en un templo que, en realidad, es propiedad del arzobispado de Burgos.
“Te emocionas: nosotros nos iremos, pero la iglesia seguirá en pie”, dice Roberto Ramos de lo conseguido y pone voz al desencanto de los vecinos ante lo que consideran inacción del arzobispado. “Cuando era alcalde pedáneo, los curas venían a pedirme dinero para arreglar el templo, pero yo les ponía las cartas boca arriba: aquí se han vendido diversas propiedades y también teníamos joyas que se han evaporado, pero ¿dónde ha ido a parar ese dinero?”, cuestiona. Ni siquiera esa deficiente gestión —o la ausencia de ella— ha podido derribar la cubierta de la Dama de las Loras. “Es un icono: quien viene por primera vez al valle queda impresionado por su silueta estilizada frente a la peña Amaya”, dice con orgullo Jesús Mari García, otro de los promotores de la salvación.
A poco más de una hora en coche aguarda Santa María de Rioseco. Allí, un camino de tierra conduce a las ruinas de un antiguo monasterio cuya paz interrumpen únicamente los operarios que trabajan en su rehabilitación. El conjunto monástico se esconde entre la abrupta orografía del lugar y su frondosa naturaleza. Hace casi dos décadas, el recién nombrado párroco del valle de Manzanedo debió de experimentar una sensación de desazón y rabia al descubrir, con la ayuda de dos vecinos, lo que entonces se conocía como el convento. “Por un lado, tenía algo misterioso y romántico en el sentido becqueriano; y a la vez daba pena que un lugar en el que se vislumbraba un pasado lleno de arte y de vida estuviera a punto de desaparecer”, rememora el párroco Juan Miguel Gutiérrez.
Fue entonces cuando comenzó a obrarse el prodigio de cómo unos vestigios semienterrados hoy dan la bienvenida a miles de visitantes. Lo que en principio iba a ser un encuentro de cuatro amigos para enterrar los huesos de las tumbas profanadas terminó por congregar a unas 80 personas —la mitad de la población del valle— decididas a asumir la ingente labor de retirar la maleza y la suciedad. Posteriores campañas estivales de voluntariado, el crowdfunding y las ayudas públicas han logrado consolidar los restos de aquel informe amasijo de piedras y devolverle su dignidad. Todo ello, gracias a la aportación esencial de los jóvenes, que se implicaron en el rescate a raíz de un proyecto educativo en el que participó Esther López Sobrado, doctora en Historia y presidenta de la asociación Salvemos Rioseco. La profesora pone el dedo en la llaga de una de las debilidades del actual sistema educativo: la falta de formación en patrimonio. “Hoy, un alumno puede pasar por todas las etapas educativas, obtener una carrera universitaria y no haber visto nunca una obra de arte”. Ante esta realidad, su propuesta es sencilla: “Que los chavales aprendan a mirar”, una práctica tan enriquecedora que, sostiene, “nos convierte en personas diferentes, mejores”.
“Peor que la despoblación es incluso el sentimiento de que esto se muere, se acaba; debemos utilizar todos los recursos disponibles para dar dignidad a la vida de las personas que están aquí y ahora, además de pensar en soluciones de futuro”, reflexiona el párroco. Una de estas resistentes del patrimonio rural, Chelo Pérez, vecina comprometida con el proyecto, añade: “A veces me comparo con el monasterio: hay que aguantar, piedra a piedra, día a día, porque seguir adelante nos mantiene vivos”.
Pero también hay reivindicaciones que aún no han encontrado respuesta. Para conocer la batalla de Nacho González y María del Carmen Sáenz de Navarrete, viajamos a Monzón de Campos, donde la joven pareja acaba de comprar una vivienda y trata de proyectar su futuro. Desde que se mudaron no han dejado de alzar la mirada hacia el punto más elevado de este pueblo palentino. Allí se asienta un castillo del siglo XIV con vestigios visigodos y románicos que vivió en la década de los setenta sus años dorados, cuando fue parador y sede del acto de fundación de la comunidad autónoma de Castilla y León. Aquella época feliz terminó en 2001. Desde entonces, la fortaleza se encuentra cerrada y sin proyecto de uso, una mala noticia para parejas jóvenes que, como Nacho y Mari, ven en el patrimonio su gran esperanza de prosperidad.
La incertidumbre por esas más de dos décadas de clausura fue el germen del colectivo Mendunia Nostra, que trabaja por la puesta en valor del patrimonio de Monzón, con la reapertura del castillo como prioridad. Nacho González, presidente del colectivo, ha madurado varias propuestas para devolver la vida al edificio. Entre ellas figura la creación de un museo de artes escénicas medievales vinculado a la juglaría y a la época de mayor prestigio de la fortaleza, entre los siglos XII y XIV. La Diputación de Palencia, que la gestiona, baraja otras opciones, como la creación de un museo con obras de arte contemporáneo, que no acaba de cristalizar. “Mientras no ofrezcamos un destino que atraiga a la gente, el bar no puede servir cafés ni la tienda puede vender”, apremia González. Aunque no con la misma vehemencia que su pareja, María del Carmen también apoya la necesidad de traer “vida” a Monzón. Enfermera de profesión, reconoce que guardaba la esperanza de que esa vida regresara a las zonas rurales tras la pandemia. “Creía que habría un resurgir de los pueblos, pero la sociedad ha olvidado rápido todo lo que hemos pasado”, dice resignada.
Siguiente destino: Soria. Luis Carlos Pastor, profesor de Geografía e Historia y sabio de lo rural, se ofrece a mostrar algunos de los 45 templos gravemente heridos o a punto de desaparecer que figuran en el catálogo de Románico sin Techo. En 2020 promovió junto a otros colegas y jóvenes historiadores este colectivo que reclama una solución para la situación terminal del patrimonio soriano desprotegido. El proyecto más urgente es el del templo de San Bartolomé, en el pueblo deshabitado de La Barbolla, a cuya cubierta le restan pocos inviernos si no se actúa rápido.
La primera parada en ese mapa de templos en peligro se sitúa a 20 minutos de Soria, en dirección a Valladolid. A decenas de metros de un antiguo molino se otea, en un altozano, uno de los monumentos más cautivadores de este viaje. Entre tierras de labranza, de espaldas a un rebaño de vacas que rumia en pastos comunales, resisten las últimas piedras de la ermita de San Bartolomé, en Villabuena. La vegetación ha echado raíces en el interior, donde yacen las antiguas vigas de madera, ya vencidas. Al mirar hacia arriba se descubre algo trágico: “Es una iglesia abierta al cielo”, explica José Mari Incausa, miembro de la asociación. “Cuando una ermita cae, la responsabilidad es de la Iglesia, que no arregló las goteras”, reflexiona Luis Carlos Pastor, quien, sentado en el altar monolítico de la capilla, critica con dureza el comportamiento de la institución eclesiástica por prácticas como las polémicas inmatriculaciones de edificios, que, insiste, han hecho mucho daño. Una desafección social que no impide a la ciudadanía colaborar en campañas de micromecenazgo para rescatar bienes religiosos. “La gente pone dinero para esto y para lo otro, y yo me pregunto: ¿Y el Estado qué hace? ¿Y la Iglesia qué hace?”.
La última estación se sitúa en Tierras Altas, una de las comarcas peor tratadas de Soria. Entre las desnudas ruinas del antiguo monasterio de San Pedro el Viejo, en el pueblo de San Pedro Manrique, Cándido de las Heras, natural de la zona, comparte en voz alta su pesimismo sobre el futuro del mundo rural y avanza: “Debemos cambiar el concepto de vida de hace 50 años por otro más actual, para que comarcas como esta puedan sobrevivir: pueblos con un número pequeño de personas viviendo de continuo con ayuda de las nuevas tecnologías y viviendas de segunda residencia”. Un diagnóstico del que recela Pablo Martínez, de 23 años, futuro profesor de Historia y miembro también de Románico sin Techo: “La tecnología implica que sigues trabajando para empresas que están en Zaragoza, Madrid o Barcelona, cuando la solución pasa por generar puestos de trabajo en la zona, huyendo de macroproyectos que terminen por destrozar el entorno”.
Tras cientos de kilómetros, paisajes diversos y personas comprometidas, cabe preguntarse: ¿existe una resistencia rural que vela por el patrimonio? El profesor Luis Carlos Pastor responde: “Resistentes son los habitantes de Verguizas de Tierras Altas, que pelean por que se cubra el ábside de la iglesia para celebrar misa, o la señora Cirila, de 80 años, que ha barrido el templo de La Barbolla cientos de veces y, si viera caer la iglesia, se moriría del disgusto…, o nosotros mismos, que también nos identificamos con esa resistencia rural”.
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