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Pablo Romero, de espaldas, rueda a Ian Gibson en Las Hurdes.
Pablo Romero, de espaldas, rueda a Ian Gibson en Las Hurdes.

El biógrafo de Lorca, Dalí y Buñuel no quiere, “por pudor” y “otras cosas”, que escriban jamás su biografía. “No interesa a nadie”, zanja. Tampoco considera honesto autobiografiarse, porque se callaría “bastantes” detalles. “Sé por experiencia que nadie cuenta la verdad en una autobiografía”, advierte el hispanista Ian Gibson en el documental Donde acaba la memoria. La película, dirigida por el docente de la Universidade de Vigo Pablo Romero-Fresco, ha sido el estreno que ha inaugurado este jueves el festival de cine de Cans (O Porriño, Pontevedra), y si no es un relato biográfico, sí es una semblanza de toda esa vida del investigador irlandés dedicada a desenterrar la memoria de España. Un país en el que no nació, pero que siente con “amor profundo y rabia”. También con “vergüenza”, afirma al menos un par de veces a lo largo de la cinta. Vergüenza por esas “130.000 personas asesinadas, víctimas de Franco” que siguen “esparcidas por el país, en lugares sin identificar”. Y vergüenza también por esos restos aún no recuperados de Federico García Lorca, porque hallarlos sería el “gran símbolo” de la reconciliación.

En Donde acaba la memoria, Gibson revela la grabación sonora en la que registró, en 1978, las explicaciones del enterrador del poeta granadino en el lugar del fusilamiento. También visita la Residencia de Estudiantes, ese “paraíso cultural europeo” en el que se alinearon los tres astros (Lorca, Dalí y Buñuel) a los que el escritor ha consagrado su vocación investigadora. Además, muestra su refugio en el corazón del barrio de Lavapiés, el lugar donde se siente como en el vientre materno y en el que recaló con su familia tras las 19 mudanzas que llevó a cabo en España después de dejar Dublín. Pero el hilo conductor del relato de Pablo Romero-Fresco es un viaje a Las Hurdes (Cáceres), la comarca natural que Buñuel retrató en 1933 en Tierra sin pan, como paradigma de la pobreza, el atraso y el abandono que asolaba buena parte del campo español.

Cartel de la película estrenada este jueves en el Festival de Cine de Cans (O Porriño).
Cartel de la película estrenada este jueves en el Festival de Cine de Cans (O Porriño).

Entrando por La Alberca, rumbo a la Peña de Francia o Las Batuecas… a “solo dos horas” de la capital de España, la llegada de Ian Gibson despierta el viejo debate entre aquellos hurdanos que defienden que Luis Buñuel denunció la realidad como era y aquellos otros que aseguran que la falseó a su antojo y creó un mito que aún hoy llegan buscando los autobuses de turistas. Sí, a lo largo y ancho de 52 aldeas con 8.000 almas que había entonces, las personas dormían con los animales y bebían el agua turbia que bajaba formando arroyos por las calles, pero algunos en la zona argumentan que esto sucedía igual en otras muchas Españas del momento.

El hispanista regresa a algunas de las casas de la película, ahora en ruinas. Se entrevista con vecinos mayores como el padre Ángel (ya fallecido), el señor Olegario, la señora Aurelia o el tío Picho, avezado apicultor. También indaga hasta encontrar los enclaves de algunas de las secuencias más crudas, con tres animales como víctimas, del documental del cineasta aragonés. En Tierra sin pan, hay una fiesta popular en la que se cuelga y descabeza un gallo; un burro que transporta panales es atacado por las abejas y una cabra acaba brutalmente despeñada. Los dos últimos sucesos no ocurren porque sí. Lo del asno fue “un montaje”, confirma el tío Picho. Y en el caso de la cabra, afirma Gibson, cansado de que el herbívoro no se precipitase del risco como pretendía el guion, fue el propio Buñuel quien le pegó un tiro para que cayese: “Sacó la pistola y pum”.

Al llegar a este preciso lugar, el escritor irlandés confiesa su “emoción” y sin pensárselo dos veces escala con una agilidad pasmosa hasta la cumbre del precipicio. Su amigo, el cineasta Mike Dibb, que lo acompaña, asiste con preocupación: “¡Va a ser más difícil bajar, Ian!” Pero el hispanista no ceja. Se conoce que le empuja el mismo afán de toda su carrera: perseguir esa memoria que se escapa a la vez que corre el tiempo. “Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra acción, nuestro sentimiento”, defiende Gibson, “sin ella no somos nada”. Pablo Romero enlaza este pensamiento con la frase de la que toma el título de su documental: “La historia comienza donde acaba la memoria de la última generación viva”. Además de Dibb, otros personajes acompañan este recorrido audiovisual por medio siglo de trabajo del investigador irlandés, como el escritor Paul Hammond, el director Carlos Saura o el historiador del cine Roman Gubern.

La película se estrenó en Cans (que celebra hasta el sábado 4 su 18ª edición), con posterior debate con Gibson y Romero, y seguirá recorriendo algunas salas y festivales gallegos hasta llegar a la Cineteca de Madrid el 4 de octubre. Es la culminación de un trabajo de casi nueve años cargados de sobresaltos que comenzaron en el festival de cine español en Londres, en el que el docente e investigador de la Facultad de Filología y Traducción de Vigo hacía de intérprete para directores y autores. Allí coincidió con Mike Dibb, que ya había trabajado con Gibson en documentales sobre Lorca y Dalí. Les faltaba llevar a cabo su proyecto sobre Buñuel, y Dibb esperaba encontrarse en el festival con Pedro Almodóvar para pedirle financiación. En su lugar, conoció a Romero, que se convirtió primero en montador y luego en director de una película que iba a ser sobre Buñuel y acabó siendo sobre su biógrafo. Donde acaba la memoria es también el último fruto de Pablo Romero como investigador Ramón y Cajal sobre traducción y accesibilidad para personas sordas y ciegas en el proceso de elaboración de trabajos audiovisuales (accesible filmmaking).

El filme a punto estuvo de naufragar cuando a Romero-Fresco le desapareció el ordenador donde guardaba el montaje de sus grabaciones. “Había tardado un año, entre clases e investigación en la Universidad de Roehampton [en la que trabajaba] en convertir las 50 horas de metraje que teníamos en un corte final de una hora, y me lo robaron en mi oficina”, relata. “Esa fue la primera de las muchas muertes de Donde acaba la memoria”, afirma. Después aún dio tiempo a que nacieran sus dos hijos y cambiase de trabajo y de país. “Pero una película sobre la perseverancia de una vida dedicada a la búsqueda no puede abandonarse así como así”, reconoce el director, así que tres años después del robo, acompañó a Gibson a Granada para presentar la última edición de su libro sobre el asesinato de Lorca, “en un intento más por encontrar los restos del poeta”. “La película solo podía terminar ahí donde empezó todo”, reflexiona, el lugar al que llegó Gibson hace 50 años para escribir su primera obra, que fue prohibida por el franquismo. Al hispanista le han contado “cientos” de personas cómo lograron hacerse con un ejemplar, y cómo lo guardaban escondido.

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