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A. | Las redes sociales se han convertido en un nuevo ámbito de socialización casi igual de importante o más que los ámbitos tradicionales cara a cara (familia, colegio, grupo de amigos, trabajo…). La generalización de su uso ha sido muy rápida y muchas personas no son siquiera conscientes de la relevancia que tienen en el desarrollo personal y social de los individuos.

Las generaciones que no hemos iniciado nuestro proceso de socialización acostumbrados a esos entornos virtuales creemos que al cerrar el WhatsApp o apagar el móvil, ese mundo virtual de algún modo desaparece, y por tanto quitamos peso a las consecuencias de nuestros actos en él. Esto nos lleva a asumir como normales ciertas pautas de comportamiento que jamás toleraríamos en un contexto cara a cara por considerarlas poco respetuosas e incluso dañinas. Existe, por tanto, una evasión de la responsabilidad social en el ámbito de las redes sociales que no debe tomarse a la ligera ya que los mecanismos cerebrales más básicos implicados en la socialización son los mismos tanto en un ámbito digital como en un ámbito cara a cara, y nuestro cerebro hace las mismas interpretaciones, aunque sea de manera inconsciente, en ambos ámbitos. Esto quiere decir que si en una conversación cara a cara una persona se preocuparía al ver que su interlocutor no le escucha o no responde a lo que dice, lo mismo ocurre en una conversación llevada a cabo en aplicaciones de mensajería instantánea.

En un mundo impregnado de valores neoliberales, en el que cada vez importa menos cómo se sienten otras personas y cada vez priorizamos más nuestros objetivos individuales, las redes sociales se convierten en un arma de doble filo muy peligrosa, ya que es mucho más fácil evadir la responsabilidad sobre nuestros actos si no estamos viendo a la otra persona o si percibimos ese “mundo social” digital como ficticio o menos importante.

Por otro lado, debemos tener en cuenta la dependencia que tenemos como seres humanos al reforzamiento social, dependencia que se extiende también al ámbito de la interacción digital, y que de hecho se amplía por la propia naturaleza de los medios digitales. Uno de los aspectos a tener en cuenta de estos medios es que están, literalmente, muy a mano. Eso provoca que tendamos a abusar de ellos, lo que conlleva una sobresocialización digital y, por tanto, a una sobredependencia de estos refuerzos sociales digitales. Dicho de otra forma, cogemos el móvil en un sinfín de ocasiones de manera automática, atendiendo a una necesidad social hipertrofiada, a pesar de que no se dé la situación adecuada para atender a los estímulos que recibamos por esa vía. Como nos resulta imposible responder a todos, acabamos ignorando gran parte de ellos y olvidando, por cierto, que detrás de esos estímulos hay personas.

Es decir, nuestro inconsciente le da importancia a esta socialización digital y por eso nos hace movernos en ella de modo casi automático, pero conscientemente no vemos sus implicaciones sociales y no sentimos esa responsabilidad social que lleva implícita. Ahí está el peligro.

Al fin y al cabo estamos viendo el asunto, una vez más, desde una perspectiva enteramente individualista: ojeamos todos los mensajes que nos llegan al móvil por nuestra necesidad de recibir refuerzos sociales, pero no tenemos tiempo para responderlos todos, así que seleccionamos aquellos que nos interesan porque contribuyen a satisfacer esa necesidad de aceptación e ignoramos o “dejamos para después” los que no la satisfacen, o los que no lo hacen instantáneamente (una vez más, esclavos de la lógica capitalista del refuerzo inmediato). Ni que decir falta que muchos de esos mensajes que “dejamos para después” acaban siendo ignorados de manera indefinida, porque nos olvidamos de ellos.

Las consecuencias de este patrón de comportamiento son gravísimas. Nos acostumbramos a un refuerzo intermitente a escala de minutos, que genera un desequilibrio emocional brutal e incrementa exponencialmente la dependencia que sentimos hacia estos medios de socialización, convirtiéndose en algo tóxico e insano. Para colmo, esta dependencia, ya de por sí hipertrofiada, es aprovechada y acentuada por las grandes multinacionales para obtener mayores beneficios, lo que lo convierte en un problema aún mayor.

Las personas se convierten dentro de esta dinámica en meros estímulos a los que decidimos atender o no en función de si atienden o no a nuestras necesidades individuales más inmediatas, lo que nos convierte al mismo tiempo en víctimas y verdugos de una competitividad individualista.

No por ello dejamos, sin embargo, de ser personas, con una enorme complejidad emocional y unas necesidades sociales básicas de cariño y atención por parte del resto, que quedan muchas veces desatendidas en el contexto de las redes sociales. Nuestro cerebro es sensible y cada vez que vemos que alguien ha leído un mensaje nuestro y ha decidido no respondernos, nos da un latigazo: no hemos conseguido ser “seleccionados” como “interesantes” para nuestro interlocutor. Por el contrario, si nuestro interlocutor nos responde al leer el mensaje, esto se recibe como un “premio”, y no como un derecho, el derecho a ser escuchado y a obtener una respuesta a nuestras preocupaciones.

Esto es una usurpación de la socialización por parte del individualismo capitalista, que toma como herramienta estos nuevos medios digitales para seguir expandiendo sus principios. La socialización en estos medios pasa de este modo a ser una agresiva lucha por la supervivencia (entendiendo la aceptación social como vital para el ser humano), en lugar de ser un ámbito de cooperación y seguridad que nos permita crecer como personas y como sociedad.

Podría pensarse que el problema no es de quien no responde a los mensajes, sino de quien interpreta esa falta de respuesta como algo personal, pero es que la comunicación es algo personal y jamás debería dejar de serlo. No deja de ser la interacción entre un emisor y un receptor; ambos con una psicología compleja y unas necesidades básicas de socialización. Por tanto, no puede tratarse al interlocutor como una mera herramienta al servicio de las necesidades propias solo porque no le estemos viendo la cara. Debemos ser en todo momento conscientes de que quien hay detrás de la pantalla es una persona, y que merece ser escuchada y atendida.

Tampoco es cuestión de fustigarse por ello, esta evasión de responsabilidades sociales generalizada en redes sociales es comprensible en un sistema que fomenta unos sentimientos individualistas en detrimento de otros más centrados en el bienestar general. Al fin y al cabo, se nos ha impuesto un modo de socialización desconocido demasiado de golpe siguiendo una dinámica de mercado con propósitos por tanto economicistas, y aún estamos aprendiendo a lidiar con ello. Quizá no somos culpables de llevar a cabo estas conductas o de no entender sus consecuencias, pero somos enteramente responsables de ellas y tenemos la posibilidad de cambiar nuestra conducta para lograr vivir en un mundo mejor.

Las redes sociales y las nuevas tecnologías en general son herramientas increíbles que pueden ser de gran utilidad. No tenemos por qué renunciar a ellas, sino aprender a adaptarnos, y eso implica ser conscientes del poder que tienen y de sus implicaciones en la psicología de las personas. Esta es la única vía para poder empezar a usarlas de una forma más responsable, atendiendo a las necesidades ajenas al tiempo que a las propias y construir, de este modo, una sociedad en la que prime la cooperación por encima de la lucha individualista.

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