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«Doscientos amigos asistirán a mi entierro y tú tendrás que pronunciar un discurso ante mi tumba». Se supone que este augurio, mistura de desafío y maldición, salió de la boca de Paul Wittgenstein y se dirigía al novelista austriaco Thomas Bernhard, autor de «El sobrino de Wittgenstein». Al final, resultó baladronada. «En el cementerio no hubo ni diez personas y entre ellas no se encontraba el escritor», recordaba este verano el novelista Juan Vilá (Madrid, 1972) en un texto promocional de «Tan difícil como raro», su espléndida, ácida, alegre, amorosa y trágica quinta novela. Vilá añadía que las palabras de Wittgenstein se le vinieron a la cabeza cuando, a los 28 años, se enteró de que su amigo íntimo, el pintor Roberto Gil, acababa de estamparse contra una calle de Toulouse a la velocidad uniformemente acelerada que imprime un salto desde un noveno piso. Curiosamente, Gil se suicidó sin quitarse las gafas.

Vilá nunca pronunció el discurso. Rechazó la quimera en la que, adivinó, se recreaba su amigo cuando se dejó arrastrar por «una fantasía romántica que se le fue de las manos» y que él nunca le ha perdonado más que a ratos. Veinte años después, sin embargo, el novelista se sentía en deuda. Así que el fantasma del impago se convirtió en el motor de unas cartas de amor y rabia en las que le contaba a Gil «qué había sido del mundo y de nosotros, ese grupo de amigos que coincidimos en la facultad de Filosofía a principios de los noventa». Y esa fue la génesis de la tortuosa zambullida en la memoria que ha desembocado en «Tan difícil como raro». Una novela generacional de juventud, amistad, amor, enfermedad, muerte, daño, culpa, salvación, caída y, al fin, celebración que constituye la segunda entrega del ciclo autobiográfico abierto por Vilá hace tres años con «1980».

Resulta innegable que «Tan difícil como raro» ofrece un retrato generacional. Cabe precisar, con todo, que su generación funciona como una pantalla sobre la que Vilá proyecta su propio drama indagando en el de los demás. Con trazo depurado de inercias, ritmo firme y ausencia de espejismos estéticos, Vilá afirma, supone, duda, rectifica, confiesa, se extraña, combate la solemnidad con exabruptos, yuxtapone planos temporales. Así hasta dar forma a cada uno de los fragmentos de una tragicomedia balizada por dos suicidios y una arrasadora psicopatía. Asomado siempre a una fractura más honda que la muerte y la enfermedad. A una grieta donde, a las puertas de la madurez, arraiga la derrota que resuena en el título. Pero antes de glosar a Spinoza conviene tomar tierra. Sinopsis.

«Tan difícil como raro» se estructura en dos partes. La primera, «Los filósofos gilipollas», retrata al grupo de «privilegiados» estudiantes de Filosofía que Vilá conoció en la Complutense en 1991. Una minoría en una masa adocenada, una pequeña panda de «locos y todo tipo de tarados» a la que unirá su destino hasta final de siglo. Son orgullosos, intensos, impertinentes, crueles, pero buenos, cómodos e inofensivos. Se sienten libres y auténticos. Les mece el aura nihilista generación X de quienes salían de la adolescencia cuando cayó el Muro y se daban de bruces con la treintena cuando el desplome de las Torres Gemelas trajo de vuelta a la Historia. Unos tarados, la tara le interesa a Vilá como principio de individuación, que tuvieron la suerte de no conocer a Franco más que en pintura y que llegaron a la Universidad cuando el felipismo ya apestaba a caudillismo pero aún no destilaba cadaverina. Hoy, salvo un puñado, son fantasmas de la memoria. Pero ya entonces arrastraban jirones de su futuro sudario.

Bueno, pues ese es el marco generacional. El bosque en el que crecen los dos grandes árboles que imprimen su estampa a esta parte. El primero, la íntima amistad con Roberto, cuyo suicidio señala «el final de la fiesta» y anuncia la tragedia: «Lo peor acababa ya de ocurrir pero lo peor estaba aún por llegar». El segundo, el esplendor de la relación con Ana, «el amor más puro, el amor eterno». La pareja perfecta. La pareja que, castigada por la enfermedad, no aguantó «ni siquiera el primer asalto». Esa desintegración del vínculo, y un suicidio colateral, será la médula de lo que encuentre el lector en «Los años feroces», la segunda parte de la novela, el territorio donde el personaje Vilá armado por el escritor Vilá se despliega en mil direcciones para explorar quién era la joven Ana antes de conocerle, cómo fue cayendo su pareja Ana hasta hundirse en el vacío, cómo lidió con el abismo su expareja («mi dulce Anita») y, sobre todo, qué papel jugaba él mismo en cada episodio de la catástrofe. Él mismo y su resistencia a dejarse engullir por el vacío.

La vida es memoria, «por eso parece tramposa», escribe el autor


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Hable de quien hable, Vilá siempre habla de Vilá, por supuesto. Y de memoria. La vida es memoria, «por eso parece tramposa», escribe. Pero, en «Los años feroces», el método anamnésico tan bien engrasado en «Los filósofos gilipollas» surca el magma emocional con virtuosismo de acróbata. Y eleva a Ana y a su enfermedad hasta un coprotagonismo que Roberto nunca alcanzará. Roberto es motor y cauce guadiánico, pero Ana es el bólido que se traga las millas del circuito Vilá a velocidad vertiginosa. La consecuencia, feliz, es que «Tan difícil como raro» se transfigura en psicothriller de la propia memoria.

En la autoficción no es habitual el psicothriller. La autoficción suele orientarse hacia un memorialismo novelizado que, si acaso, intenta dinamitar convenciones y renuncia a legar bonitas máscaras mortuorias. No es el caso de Vilá. Vilá se sirve de la memoria para escribir un thriller, no puede evitarlo. Lo hace porque lleva el género en vena desde su primera novela, la impagable «m» de 2012. Un hipnótico e inolvidable thriller de muerte, mierda, multiversos, pijos y sombras del alma, encantado por fantasmas como un hada madrina muy tetona, una Esperanza Aguirre muerta y resucitada, y un cadáver que intenta deshacerse de sí mismo. Deberían reeditarla.

La clave del psicothriller en «Tan difícil como raro» es una pregunta filosófica nada gilipollas. ¿Por qué unos, casi todos, caen por el camino y solo unos pocos se salvan o siguen en pie más o menos tocados? Ahí es cuando Vilá se acoge a Spinoza: «Si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñan? Pero todo lo excelso es tan difícil como raro». Así cerró su «Ética» Spinoza. Con ese zócalo sobre el que Vilá erige una pesquisa animada por un sabio empleo de los destellos epifánicos y de las cadenas de emociones que desatan.

El método se demuestra muy fértil en «Tan difícil como raro», pero obliga a bucear en mares de fuego. Exige una abrasiva inmersión en el olvido para desatar y modular la memoria. Una descarga de emociones que remueve mucha mierda. De modo que, ante tanta quemadura y tanta peste, es preciso recurrir a un bálsamo contra la extinción: el amor. Un amor ágape para no dañarse demasiado y no dañar lo que se quiere. Un amor tan ético que convierte el texto en oración laica con resonancias metafísicas y teológicas. La salvación, por ejemplo. O la caída. El Hades, la gracia, la resistencia, la culpa, el castigo. Una majestuosa oración que Vilá intuye como «celebración» de la juventud, la amistad y el amor: «Se celebra hasta tal punto que se está dispuesto a no mentir, a no idealizar», apunta. «A aceptar el precio tan grande que tuvimos que pagar por ello». Y, por supuesto, a arriesgarse a contárselo a todos tratando de no dañar a nadie.

Tan difícil como raro

Juan Vilá 

Anagrama, 272 páginas, 19,90 euros

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