[ad_1]

La verdad es que para ser la última sensación de Ciudad de México, no hay tanta gente. Luis, de 22 años y vestido con ropa de marca, pasea un jueves por la tarde con su amigo Germán por el nuevo centro comercial Mítikah, un mega proyecto urbanístico incrustado en el pequeño territorio de Xoco, al sur de la capital. La semana pasada, durante la apertura del complejo que incluye una torre de oficinas y el rascacielos más alto de la capital, los habitantes del pueblo salieron a manifestarse al grito de: “¡Muera la gentrificación y la corrupción inmobiliaria!”. Todos los miércoles, vecinos como Lydia Suárez y Álvaro Antonio Rosales, que nacieron allí cuando las calles todavía eran de tierra, celebran una asamblea para discutir los próximos pasos y salvar lo que queda de este pedazo de historia y sus costumbres.

La ciudad ha ido expandiéndose en las últimas décadas y el pueblo de Xoco está en medio. En su territorio ya se ha construido la Cineteca Nacional, el Centro Comercial Coyoacán, la Secretaría de la Educación Pública, varios institutos y ahora, Mítikah. Allí, un departamento con dos recámaras de 110 metros cuadrados cuesta 9.000.000 de pesos (unos 450.000 euros). Mientras tanto, oculto entre las estructuras modernas que dominan el cielo, está todavía en pie el cementerio local, el Panteón de Xoco, un pequeño espacio caótico lleno de flores y tumbas donde en 1913 fue asesinado Belisario Domínguez, tras su discurso en el Senado en contra del gobernador de entonces, Victoriano Huerta. O la Iglesia de San Sebastián, del siglo XVII, que sufrió desperfectos durante la construcción de un edificio de viviendas justo detrás.

Visitantes del nuevo centro comercial Mítikah el día de la inauguración.
Visitantes del nuevo centro comercial Mítikah el día de la inauguración. Tomás Acosta Ordaz

Es la primera vez que Luis visita el centro comercial, un espacio lleno de escaleras mecánicas, esculturas de hojas enormes que cuelgan del techo, superficies brillantes y todas las tiendas de talla internacional que uno pueda imaginar (Chanel, Hugo Boss, Nespresso, la marca de automóviles Nissan). “Está bien el sitio, sí”, dice Luis sin mayor entusiasmo. “Sobre todo me han gustado las figuras de animales que están por ahí”, comenta, y apunta a las estatuas de más de dos metros que están repartidas por la planta baja. Una de esas figuras es el Guerrero Jaguar, “una de las criaturas más importantes dentro de la cosmovisión prehispánica”, reza la descripción. La empresa que las realiza, Menchaca Studio, asegura en el mismo cartel que sus obras “tienen la intención de dar voz a los pueblos originarios”.

A unas calles de distancia de esos jaguares prehispánicos, el pueblo de Xoco, con raíces también prehispánicas, se queda sin voz de tanto gritar. La batalla se libra en todos los frentes, en la calle y en casa. El problema que sufren ahora es la falta de agua, que les llega de madrugada y se corta en cuanto sale el sol. Los edificios más grandes y recientes de alrededor cuentan con piscina en la azotea y unas enormes cisternas en el subsuelo, y tienen preferencia a la hora de recibir el suministro. Lydia Suárez, que habló con este diario a principios de 2022, sigue contando sus andanzas con una energía desbordante a sus 75 años. En los últimos tiempos, dice, cuando se manifiestan les cortan el suministro por completo para castigarles. “Hace unos días, que nos manifestamos cuando abrieron el sitio este, el monstruo [Mítikah], como lo llamo yo, nos quitaron el agua durante tres días”, cuenta Suárez.

Vecinos y transeúntes rodean Míthikah para poder cruzar al pueblo de Xoco.
Vecinos y transeúntes rodean Míthikah para poder cruzar al pueblo de Xoco. Quetzallli Nicte Ha

Todos los miércoles por la tarde, los vecinos se reúnen en el parque San Sebastián para compartir los avances de la semana y los problemas del día a día de vivir bajo asedio. Pero primero hay que cruzar entre camiones de obra, el garaje a medio construir de Mítikah y unos chalets de color gris hasta que aparece el pueblo, con sus calles estrechas y torcidas, sus casas de paredes amarillas y rojas y sus muros de adobe de 40 centímetros de ancho en los que han vivido ya varias generaciones. Álvaro Antonio Rosales, representante oficial del pueblo de Xoco, da comienzo a la reunión. A su alrededor, 11 vecinos de toda la vida se sientan sobre taburetes plegables y se cubren con abrigos y mantas, dispuestos a escuchar y discutir el tiempo que haga falta. Rosales, con un cigarrillo siempre en la boca y la mascarilla en la barbilla, les relata las últimas conversaciones que ha tenido con la alcaldía y los abogados en términos legales extraños, pero que ya todos entienden después de tantos años lidiando con las autoridades.

Después hablan de Claudia Sheinbaum, jefa de Gobierno de la capital, que el otro día se refirió a ellos y al complejo inmobiliario Mítikah. “Lo dije cuando entré al Gobierno y lo sigo sosteniendo: no va a haber otra torre mientras estemos nosotros en el Gobierno”, aseguró. Pero aquí ya no se fían de ella, llevan demasiados años en esto y han descubierto que en política “la palabra no vale nada”. Y avanza la noche y Rosales, que al principio mantenía muy bien la compostura de coordinador de la reunión, apoya su brazo derecho en la barandilla que tiene detrás y deja salir su hastío. “Me gustaría, de verdad, que alguien me enseñara por qué si la ley dice esto, hacen lo contrario, quiero que me expliquen eso, porque luego vas, les presentas la queja, y les demuestras por qué no pueden hacer lo que están haciendo y te agarran y te dicen no, ¡pues esto va porque va!”, exclama, cansado de las dificultades que tiene para que les apliquen unos derechos que están recogidos en la Constitución.

Vecinos del pueblo de Xoco se manifiestan a las afueras del nuevo centro comercial Mítikah.
Vecinos del pueblo de Xoco se manifiestan a las afueras del nuevo centro comercial Mítikah. Tomás Acosta Ordaz

Al llegar al portal de su casa, Suárez, que nació en el pueblo, aquí se casó y aquí piensa seguir viviendo, señala la banqueta (acera) a los pies de su fachada y cuenta, con la manta para abrigarse entre las manos: “Querían quitarme la banqueta para hacer más espacio para los coches, pero si me la quitan, cuando llueve el agua se mete en mi casa, que está por debajo del nivel del suelo, porque es de antes de que pusieran el asfalto en la calle. Así que no les dejé que la quitaran. Les dije pues yo me voy a sentar aquí y a ver si la máquina me levanta conmigo y la banqueta”. Los funcionarios estudiaron el asunto, entraron en su casa, vieron que tenía razón y no tocaron la banqueta.

O el otro día, que volvía con su automóvil a casa y se encontró la calle cortada. “Y les dije a los policías oye, ¿Por qué está cerrada la calle? Porque estaban inaugurando Mítikah, me dijeron. Así que me bajé del coche”, cuenta, con una bravura que ni el mayor rascacielos de Ciudad de México ha conseguido doblegar. “Y quité las cosas naranjas esas y le dije que yo era de la asamblea, que nos están cerrando el pueblo y que este es mi pueblo y voy a pasar”. Y pasó y los policías ya no volvieron a cerrar la calle.

—¿Todo el día hay que estar peleando?

—Sí, todo el día peleando, pero es que no tenemos otro sitio a donde ir. ¿A dónde vamos si no?

Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país

[ad_2]

Source link