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Ruego la indulgencia de todos ustedes, pues quiero comenzar con una cita que podría dar la impresión de apartarse, a primera vista, del debate sobre cómo recordar y, ante todo, cómo no recordar el cincuentenario del golpe de Estado en Chile. Proviene del gran científico británico y rotundo marxista Desmond Bernal. “Hay dos futuros”, escribió Bernal, “el futuro del deseo y el futuro del destino, y la razón humana nunca ha aprendido a separarlos”. El futuro deseado, continuaba, es la “compensación y efectiva realización de todo lo que le ha faltado al presente y al pasado”. Bernal al mismo tiempo insistía, como cabe esperar de un marxista que por ello ve la historia como una especie de narrativa del progreso, en que, si bien nuestros deseos nunca serán suficientes para determinar el futuro, paradójicamente esos mismos deseos suelen ser los principales agentes del cambio social e histórico.

¿Cómo se relaciona lo anterior con Chile en esta solemne y complicada conmemoración? En primer lugar, sobre todo porque la mayoría de nosotros cree que la manera en la cual una sociedad recuerda el pasado determinará en buena medida su futura trayectoria moral y política. En ese sentido, la memoria, que podría en un principio parecernos retrospectiva, es en realidad el poderoso agente de cambio social que Bernal tenía en mente cuando se refería a los usos positivos del deseo. Y durante las más de tres décadas transcurridas desde el final de la dictadura en 1990, en Chile la institucionalización de la memoria y la institucionalización de la democracia se han planteado explícitamente como un único y mismo proyecto, una concepción que conformó todos los gobiernos de la Concertación, que no fue puesta estrictamente en duda por el presidente Sebastián Piñera, y que hace poco tiempo quedó compendiada en la límpida frase del presidente Gabriel Boric: “Democracia es memoria y futuro”.

Sin embargo, como ha planteado Ricardo Brodsky en un brillante artículo reciente en el que cuestiona las devociones de lo que, con mínima honradez, deberíamos denominar la industria de la memoria en Chile —y que quede claro: así lo veo yo; no sé si Brodsky estaría o no de acuerdo—, la memoria no es en sí misma ni buena ni mala “y solo nos sirve en la medida en que nos educa a nosotros mismos, en que somos capaces de considerar los hechos de manera ejemplar, esto es, que nos sirvan para no repetir los mismos errores ni los mismos horrores, y, sobre todo, para juzgarnos a nosotros mismos con la misma vara que juzgamos a los demás”.

Estoy de acuerdo. De hecho, en mi propia obra, sobre todo en mi libro Elogio del olvido. Las paradojas de la memoria histórica, voy mucho más lejos y sostengo —y estoy convencido de que Brodsky no estaría de acuerdo con ello— que hay ocasiones en que es preferible olvidar que recordar, en que la memoria sirve en realidad de acicate para la comisión de más horrores, no para dejar atrás las atrocidades. Y, aunque sé que a primera vista oponerse a la memoria puede parecer el equivalente moral y social de torcerle el cuello a los cisnes, sigo pensando que estoy en lo cierto respecto a conflictos como los de los Balcanes e Israel-Palestina. Pero nunca he pensado que sea aplicable a Chile. En ello coincido con Brodsky cuando escribe que el olvido no es, o al menos no debería ser, una salida.

Sin embargo, desde el período de 2019 y el estallido social en Chile, quienes creyeron que la mayoría de los chilenos habían alcanzado un consenso sobre el modo de recordar la dictadura erraron a todas luces. La victoria de José Antonio Kast en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2021, e incluso después de la victoria de Boric en la segunda vuelta la incapacidad del Frente Amplio para obtener suficientes asientos en el Congreso a fin de impulsar el programa de su partido fue la primera señal de ello. El rotundo fracaso del plebiscito por una nueva Constitución hizo imposible negar la realidad de la división que sigue imperando en Chile, incluso respecto a la dictadura. En efecto, en el plebiscito, el 62% de los chilenos dejó claro que prefería la Constitución de Pinochet al Chile “plurinacional” que la proyectada Ley Fundamental iba a materializar. Y así como la Convención Constituyente dejó al descubierto que se situaba mucho más a la izquierda del pueblo chileno al que creía representar, el cincuentenario de la dictadura ha revelado que ni siquiera sobre este tema hay consenso.

Como todos ustedes sobradamente saben, los datos de las encuestas son contundentes. Según el sondeo de Pulso Ciudadano del 6 de septiembre, un tercio de los chilenos cree que el golpe de Pinochet estaba justificado. Y más de la mitad de los chilenos, entre ellos obviamente muchos para los cuales el derrocamiento de Allende fue injustificable, creen que, al menos en principio, un golpe contra un Gobierno elegido democráticamente sería admisible en determinadas circunstancias. Tal vez lo más irrefutable sea que a poco menos de tres cuartas partes de los chilenos apenas les interesan las conmemoraciones del cincuentenario o declaran no estar en absoluto interesados.

No hace falta que insista en la conmoción que esto ha supuesto para las élites culturales, académicas e intelectuales de este país, al darse cuenta de que el consenso que creían ya establecido o bien nunca existió o al menos era mucho más frágil de lo que habían pensado. El rechazo de la nueva Constitución fue un emblema de todo ello, aunque al menos tras el fracaso resultó posible racionalizar la derrota sosteniendo —como se apresuraron a decir muchas personas de centroizquierda, incluso en el seno del Gobierno de Boric— que la Convención había sido demasiado radical y que un borrador más moderado, desprovisto del extremismo identitario, se habría aprobado. Pero que toda la oposición de centroderecha y de la derecha dura en el Congreso se haya negado a apoyar la resolución de condena por violación de los derechos humanos, en el contexto histórico del cincuentenario del golpe, dejó claro que Chile sigue siendo un país en el que no existe un consenso sobre la memoria. La negativa de la derecha a asistir siquiera a la ceremonia oficial de conmemoración del lunes no hizo sino echar sal en la herida.

¿Es cierto, como sostiene Roberto Mardones, que en los últimos 33 años las conmemoraciones del golpe se han convertido sobre todo en actos que interesan a las élites académicas y culturales, pero que ya no tienen eco en el conjunto de la sociedad chilena? Sin duda, el ascenso en Chile de la derecha dura sorprendió a estas élites, pero no están ni mucho menos solas en ello: su ascenso es un fenómeno global, como lo demuestran ampliamente Trump, Bolsonaro y ahora Milei en Argentina. Y algunos en la izquierda siguen alegando que la razón por la cual las guerras de la memoria han acabado tan mal en Chile se debe a la insuficiente educación de los jóvenes sobre los horrores de la dictadura. Un museo, un monumento, una conmemoración, arguyen, no es lo mismo que un programa decidido, paciente y a largo plazo de pedagogía ilustrada (¡y ojalá que ilustradora!).

Confieso que este argumento me parece poco convincente. Ningún país, con la posible excepción de Sudáfrica, ha estado más decidido a afrontar los horrores de su pasado que Chile. Si los compromisos morales y políticos compendiados en la expresión Nunca Más no han conservado aquí toda su fuerza, es difícil saber cómo podrían mantenerse en cualquier otro lugar (y a los sudafricanos no les ha ido mejor, por cierto). Hablar de más educación o de la nociva influencia de los llamados medios hegemónicos no es más que repetir el viejo dogma marxista de la falsa conciencia con nuevos ropajes. Pero ello es preferible, supongo, que enfrentarse finalmente a la realidad: no hay consenso chileno sobre el pasado, como tampoco —como ha demostrado el ascenso de Kast— sobre el presente y el futuro. Los enfurecidos estudiantes de bachillerato que vi manifestándose cerca de La Moneda el día posterior a la votación que rechazó la nueva Constitución al menos no añadieron racionalizaciones a su justa ira: “Ante un pueblo sin memoria, seguimos luchando”, gritaban.

¿Hemos malinterpretado a nuestras propias sociedades? Y con ello no me refiero a esos estudiantes, ni tampoco a toda la izquierda chilena, sino más bien a las personas que trabajamos en las industrias culturales, entre las que, desde luego, me incluyo. ¿Hemos permitido —aquí permítanme volver a la distinción de Bernal— que nuestros deseos de un futuro que imaginamos mejor deformen nuestro juicio y, sobre todo, nos cieguen ante los deseos opuestos de muchos conciudadanos? Me parece que sí, y en eso consiste la actual crisis de la memoria histórica, no solo en Chile, sino en todo el mundo.

Afirmar lo anterior no es, lo digo rotundamente, argumentar en favor del olvido. Como señalé antes, si bien pienso que se puede, en efecto, defender en algunas sociedades y coyunturas históricas, no creo que se deba plantear con respecto a Chile. Pero, en cambio, sí es afirmar que hemos de moderar nuestras expectativas sobre lo que la memoria puede lograr en una sociedad dividida, y actualmente pocas sociedades no lo están. Esperamos demasiado de la memoria, y confiamos demasiado y sin cautela en su capacidad tanto para aleccionarnos sobre el pasado de modo duradero como para transformar la sociedad de manera que las atrocidades del pasado no se repitan.

Quiero dejar esto muy claro: creo rotundamente que actualmente en Chile recordar es un imperativo categórico. Pero también haríamos bien en no esperar demasiado de semejante proceso, el principal error, me parece, que las personas de conciencia en Chile han cometido con demasiada frecuencia. No me refiero aquí al hecho trágico de que tarde o temprano todo se olvidará. De que nosotros, en tanto individuos, sociedades, civilizaciones, y todo lo que nos perturbó, inspiró, oprimió y redimió alguna vez desaparecerá —”el olvido que seremos”, dice la extraordinaria frase de Héctor Abad—. Más bien hago un llamamiento a la humildad sobre lo que la memoria histórica puede lograr, y sostengo que las expectativas exageradas son una trampa. Que esto efectivamente así sea en términos prácticos debería resultar evidente tras lo ocurrido en este país desde 2019. Pero también sostengo que esto es así en términos morales. Debemos insistir en la necesidad de la memoria, pero no esperar demasiado de ella. Y, sin duda, el rechazo en el plebiscito mostró el riesgo de una política que toma sus deseos por realidades.

Por último, les rogaría que se cuidaran de las devociones fáciles, y para aquellos de ustedes entre el público que no son jóvenes, por no referirme a los muchos muy viejos como yo, que se cuiden mucho de confundir las preocupaciones generacionales con las eternas. Este aspecto generacional es clave. Yo tenía 18 años cuando se produjo el golpe, y no hace falta que me recuerden sus horrores. Pero formulo una pregunta seria: ¿qué recuerda hoy un chileno de 18 años? En sentido literal, individual, nada, pero al menos esa persona conoce a gente que vivió la dictadura. No es probable que las devociones los conmuevan fácilmente, como tampoco es probable que un europeo nacido en 2005 se conmueva con los horrores de la Shoah. En Europa hemos asistido al declive de este tipo de piedades a lo largo de las décadas. Lo mismo ocurrirá aquí, por mucho que deseemos lo contrario.

Los jóvenes no respetan las devociones, y no deberían respetarlas. ¿No es esa la naturaleza misma de ser joven? Si han de recordar, como todos lo deseamos, ha de ser a su manera. La devoción es el peor modo de hacerlo y, francamente, también lo es impartir otras lecciones de historia en los colegios secundarios. Recuerdo la última gran película de Buñuel, El fantasma de la libertad. En la primera escena, un guerrillero español es conducido a su ejecución por un pelotón de fusilamiento de soldados franceses dirigidos por uno que porta un estandarte en el que está escrito “Liberté, Égalité, Fraternité”. Cuando el pelotón está a punto de disparar, el guerrillero grita: “Muera la libertad”. Debemos asegurarnos de que esa no sea la reacción que provocamos al defender la memoria histórica.

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