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Después de 48 años desde el fallecimiento del dictador, un ciudadano, que sufrió gravísimas torturas durante su detención policial en 1975, comparece para denunciarlas ante el Juzgado de Instrucción número 50 de Madrid. Constituye un acontecimiento histórico en cuanto desvela ante un órgano judicial los métodos crueles y deshumanizadores empleados por la Brigada Político-Social. Hecho que no puede separarse de la aprobación y vigencia de la Ley 20/2022 de Memoria Democrática, de 19 de octubre, que, por fin, declara que los delitos de tortura, como otros muchos, son “imprescriptibles y no amnistiables”. Ley que, a su vez, crea, como órgano investigador de dichos delitos la Fiscalía de Derechos Humanos y Memoria Democrática, presente en dicha diligencia judicial.

La trascendencia de dicho acontecimiento, y de los que, masivamente, se sucedieron, resulta muy relevante, cuando se conocen los orígenes de la Brigada Social, en 1941, hasta que, muy tardíamente, es suprimida el 9 de diciembre de 1978. Su fin es el siguiente: “Así podrá la nueva Policía española llevar a cabo la vigilancia permanente y total, indispensable para la vida de la Nación, que en los Estados totalitarios se logra merced a una acertada combinación de técnica perfecta y de lealtad que permita […] la policía política como órgano más eficiente para la defensa del Estado”. Lo que la condujo, de forma sistemática, a detenciones arbitrarias e indefinidas y a la práctica sistemática de malos tratos y de la tortura, siempre bajo la cobertura de una absoluta impunidad. Métodos que se aplicaron de forma sistemática hasta su muy tardía disolución, coincidiendo con la entrada en vigor de la Constitución. Métodos, ya en democracia, amparados por una general e ilegal interpretación de la Ley de Amnistía de 1977. El descrito hostigamiento policial a millares de demócratas alcanzó a miles y miles de personas. Basta una puntual referencia: ”Las detenciones políticas en España en 1961 fueron 1.335 y en 1962, 2.438″. Personas que, según el testimonio de un destacado dirigente comunista, como Miguel Núñez, también cruelmente torturado, “quedaron destrozadas física y moralmente”.

Actuaciones claramente delictivas, no solo por el delito de tortura, sino por los de coacciones y lesiones, que fueron cometidos masivamente durante la dictadura y hasta 1978, ante la pasividad y hasta complicidad de la magistratura —incluido el ministerio fiscal—, que, finalmente, fueron ilegalmente amparados por la amnistía de 1977.

Tortura, siempre impune, como se evidenció con la aplicación de la Ley de Amnistia de 1977. Como lo acreditó Rodolfo Martín Villa, quien, cuando la oposición democrática solicitó reiteradamente su persecución, se negó rotundamente a ello. Es mas, llegó a afirmar: “Era injusto, radicalmente injusto, política y moralmente, que un proceso político como el que nosotros conducíamos permitiera la más mínima depuración”. No en vano, afirmó que dichas brigadas —responsables penalmente de gravísimos delitos— ”disponían de un plantel profesional muy importante, quizás el mejor de nuestra policía”, llegando a citar como “excelentes profesionales” a individuos como el comisario Roberto Conesa. Policia política que contó desde siempre con colaboradores externos para vigilar, informar y, sobre todo, delatar, lo que mostraba los apoyos sociales que el franquismo tuvo desde su inicio. Apoyos denunciados, abierta y públicamente, en los manifiestos, tan relevantes, de 1963 — sobre la tortura en Asturias—, de diciembre de 1968 (suscrito por 1.500 intelectuales) y el de la primavera de 1976.

Es dramático constatar, en cuanto se refiere al delito de tortura, que este era masivamente cometido dos siglos después de que Beccaria clamara en 1764 contra “el tormento; una crueldad consagrada por el uso entre la mayor parte de las naciones es la tortura del reo mientras se forma el proceso…” Así lo constató hace muchos años el profesor Francisco Tomás y Valiente, asesinado por ETA. Decía en 1969: “Por otra parte, no es hoy la tortura un recurso empleado por la policía de ‘Estados civilizados’ y occidentales o libres, aunque naturalmente no se reconozca así ante la opinión pública”. Palabras que reiteraba en 1971 cuando afirmaba que “en el mundo actual se tortura y no solo en los Estados totalitarios o a los prisioneros de guerra; también en los Estados democráticos, anteponiendo el interés o razón de Estado a las garantías o derechos individuales de los ciudadanos”.

Ante esta realidad, de responsabilidad penal inexcusable, es necesario citar el pronunciamiento del Consejo de Europa del 17 de marzo de 2006, cuando se refirió a la tortura como uno de los rasgos definitorios de las dictaduras, fundamentando así su condena internacional: ”Las brutalidades de la policía y el recurso sistemático a la tortura eran la norma; estas prácticas eran producto de un clima de impunidad y de políticas deliberadas”.

Ante estas exigencias, debe hacerse constar que, más allá de la actual tipificación del delito de tortura, el Comité contra la Tortura de Naciones Unidas, el 15 de mayo de 2015, exigió al Estado español que a las víctimas de tortura se les garantice “una indemnización justa y adecuada” y “una rehabilitación lo más completa posible”. ¿Está cumpliéndose? Es una exigencia que, confiamos, el Defensor del Pueblo, entre otras instituciones, esté contribuyendo a hacer realidad.

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