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Rafael Arias Salgado, Pablo Casado e Ignacio Camuñas, durante una mesa redonda organizada por el PP en Ávila.
Rafael Arias Salgado, Pablo Casado e Ignacio Camuñas, durante una mesa redonda organizada por el PP en Ávila.Gustavo Serrano / Europa Press

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La recién presentada Ley de Memoria Democrática se plantea situar a las víctimas del franquismo en el centro de las políticas de memoria, busca su reparación y la verdad, y pretende equiparar la normativa española a la de otros países europeos que también sufrieron dictaduras. Tras más de cuarenta años de democracia, es toda una anomalía que sea necesaria una ley así. Y todo un anacronismo el tipo de debates que está despertando.

Con esta Ley se quiere dar un paso más allá de lo que fue capaz su antecesora, la Ley de Memoria Histórica, en asuntos claves como la nulidad de las condenas emitidas por tribunales franquistas, la asunción por parte del Estado de exhumaciones, censo y banco de ADN, la resignificación del Valle de los Caídos o la actualización de los contenidos curriculares para que la represión franquista se enseñe a nuestros adolescentes. Todo ello de acuerdo con las recomendaciones internacionales y los estándares europeos.

Es una auténtica rareza que hoy, en Europa, sea necesaria esta Ley. El hecho de que más de 40 años después de desaparecido el dictador todavía existan problemas para avanzar en asuntos tan básicos dice poco de la capacidad del entorno político español. Y digo político y no social porque no existe indicador alguno de que, más allá de los nostálgicos consabidos, existan dudas entre la ciudadanía sobre cómo se inició la Guerra Civil o lo que generaron cuarenta años de dictadura.

La discrepancia, si es que puede considerarse tal, existe sólo en una parte de los dirigentes de la derecha. De Vox, que jamás ha condenado la dictadura ni el golpe del 36 —es más, coquetea con su adhesión implícita al Alzamiento siempre que puede—, ni tampoco del PP. Conviene recordar que a este último, representante del conservadurismo constitucional y sistémico, le costó veintisiete años condenar el franquismo. Fue en una sesión de la Comisión Constitucional del Congreso en noviembre de 2002, cuando el PP pactó con todos los grupos una resolución en la que se condenaba el alzamiento, se hacía un reconocimiento moral a quienes “padecieron la represión de la dictadura franquista” y se prometían ayudas para reabrir las fosas comunes.

Diecinueve años después, Casado da un paso atrás de gigante no mostrando reacción alguna cuando un antiguo diputado de UCD niega en su presencia que el golpe de Estado del 36 fuera tal, y se sitúa en contra de una Ley de Memoria Democrática cuando ni siquiera conoce aún su contenido, alineándose con la extrema derecha.

Pagaría por saber qué hubiera pensado la conservadora Merkel, o el derechista Sarkozy, al ver a su homólogo español felicitar a Camuñas tras su intervención negando el golpe de Estado del 36 o reír las gracias a Arias Salgado apelando a Rutte como “hijo de puta”. Un líder político no puede ser, en ningún caso, un moderador neutral, pero mucho menos puede permitir que su formación involucione de esta manera respecto de los más mínimos estándares democráticos.

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