Por qué destrozar las estatuas que nos ofenden no es la mejor de las ideas | ICON

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Abrieron la veda el pasado 7 de junio, con el derribo en Bristol de la estatua dedicada al político, filántropo y, sobre todo, traficante de esclavos inglés Edward Colston. Ya en esa fecha, un artículo de David Olasuga en el diario The Guardian alertaba de una incipiente “furia iconoclasta” que pretendía “más que atacar la historia del Reino Unido, escribir una nueva”, más inclusiva, más justa, “más empática con el sufrimiento de las víctimas”.

Pocos días después, el movimiento Black Lives Matter británico arrancó de su pedestal monumentos a otros esclavistas, como Cecil Rhodes o Robert Milligan, y empezó a zarandear o profanar estatuas de padres de la patria como Winston Churchill o intelectuales como el filósofo escocés David Hume, que resultó ser un supremacista blanco.

En el último mes, esa voluntad de revisión drástica del pasado y ese intento, según escribía Olasuga, de “retirar de la vía pública estos innecesarios tributos a hombres que se enriquecieron atentando contra la dignidad del ser humano” se han extendido también por unos Estados Unidos conmocionados por el asesinato de George Floyd. Allí empezó cebándose con líderes de la Confederación como el general Robert E. Lee o con el navegante genovés Cristóbal Colón, cuyas estatuas fueron derribadas o decapitadas en lugares como Boston, Miami o Virginia.

Estudiantes de Ciudad del Cabo (Sudáfrica), arreglando cuentas con el monumento a Cecil John Rhodes, de profesión esclavista.
Estudiantes de Ciudad del Cabo (Sudáfrica), arreglando cuentas con el monumento a Cecil John Rhodes, de profesión esclavista. Getty Images

La siguiente etapa de este movimiento de amplia repercusión global fue Bélgica, con la diana puesta en Leopoldo II, el rey genocida. Una estatua en concreto, la situada en la ciudad flamenca de Ekeren, tuvo que ser retirada tras sufrir daños severos. La pretensión de las autoridades belgas de que los desperfectos causados eran un grave atentando contra el patrimonio nacional, dado que el monumento era obra del reputado escultor Joseph Ducaju, fue ridiculizada por los activistas, poco dispuestos a aceptar que el supuesto valor artístico sea utilizado como coartada para seguir celebrando la memoria de figuras históricas de méritos muy dudosos.

A mediados de junio, la llamada guerra de las estatuas había llegado a España, centrada en gran medida en la siempre polémica estatua de Cristóbal Colón en las Ramblas de Barcelona. La diputada del Parlament de Catalunya Jéssica Albiach se manifestó a favor de retirar el monumento de la vía pública como acto simbólico contra el racismo y la xenofobia. Días después, afirmaba que tal vez bastaría con “contextualizarla”, es decir, mantenerla en su actual ubicación, pero explicando a los ciudadanos por qué la biografía y el legado de Colón son, como mínimo, controvertidos.

El catedrático de Historia José Antonio Piqueras, autor de La esclavitud en las Españas. Un lazo transatlántico (Catarata, 2011), apunta a que “el necesario debate” sobre la participación de las sociedades europeas en actos de racismo “atroces” llega a España “un tanto viciado”, por nuestra tendencia a “apuntarnos de manera acrítica a corrientes de opinión que nacen en otros contextos sociales, como ahora en Gran Bretaña y los Estados Unidos”. En su opinión, “muchas de las estatúas derribadas, empezando por la de Bristol, no tenían un gran valor artístico y entiendo que resultaban ofensivas desde un punto de vista ideológico y humanitario”.

Aun así, considera que “es ingenuo pretender cambiar el presente destruyendo sin más los vestigios del pasado”. Más que reducidos a escombros, “esos monumentos, en caso de que se considere conveniente retirarlos de la vía publica, deberían ser llevados a un museo en el que pueda explicarse por qué en su día a esas personas se les dedicó una estatua y por qué hoy pensamos que al menos una parte de lo que hicieron es atroz y resulta inaceptable”.

Ni Miguel de Cervantes se ha librado del ajuste de cuentas iconoclasta. Esta estatua del Golden Gate Park de San Francisco sufrió un ataque vandálico el 20 de junio.
Ni Miguel de Cervantes se ha librado del ajuste de cuentas iconoclasta. Esta estatua del Golden Gate Park de San Francisco sufrió un ataque vandálico el 20 de junio. Getty Images

Esa revisión constructiva y sin prejuicios del pasado histórico permitiría asumir verdades tan incómodas como que “George Washington o Thomas Jefferson, presidentes y padres fundadores de los Estados Unidos, fueron también propietarios de esclavos”. Eso no anula por completo la parte positiva de su legado, pero sí “lo ensombrece o al menos lo matiza en cierta medida”.

Piqueras recuerda que nuestro país no puede permanecer ajeno a esta polémica que “ha surgido en otras latitudes, pero sin duda nos afecta muy directamente”, dado que las ciudades españolas están “repletas” de monumentos a negreros o personajes que se enriquecieron con la esclavitud: “De la reina María Cristina al banquero Antonio López o el primer ministro Leopoldo O’Donnell, pasando por la plana mayor de los gobiernos tanto liberales como conservadores, nuestro siglo XIX está muy marcado por la trata de esclavos, que era un negocio indigno, pero también muy extendido y muy lucrativo”.

Incluso, según recuerda el estudioso, un filántropo como el alicantino Francisco Javier Balmis (1753-1819), que recorrió el mundo llevando la vacuna de la viruela, “se trajo de su expedición un esclavo al que registró como ‘objeto’ de su propiedad en cuanto estuvo de vuelta en territorio español”. Hoy habría que contar que Balmis “fue un benefactor de la humanidad, importante sobre todo por su Expedición Filantrópica de 1803, pero era también lo que hoy definiríamos, con razón, como un supremacista”. Piqueras insiste en que España “fue una gran potencia esclavista, y lo fue, además, de manera un tanto cínica, dado que ya en el primer tercio del siglo XIX nuestro país había firmado tratados internacionales que declaraban el tráfico de esclavos fuera de la ley.

Lo cierto es que políticos y empresarios españoles violaron una y otra vez la letra y el espíritu de esos acuerdos, y lo hicieron sin apenas mala conciencia, porque en el contexto de la España de época la esclavitud había pasado a ser ilegal, pero no se consideraba inmoral ni ilegítima”. Desde la perspectiva que le da el conocimiento del pasado, Piqueras recomienda “menos destrucción impulsiva y algo más de pedagogía: creo que la reparación que merecen los afrodescendientes es que se explique bien su historia y que nada parecido se repita”.

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