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La memoria puede tomar la función de un árbol en un bosque: orientarnos. Sin memoria, dejamos de tener identidad. Es un órgano inteligente, capaz de editar: borra lo que podría confundir a ese que somos. En los sueños se toma mayores licencias, y lo hace. El sueño es la locura, ocurren todos los tiempos al mismo tiempo. No hay pasado: todo es actual. Pero al despertar podemos decir: eso ya pasó, para que un día sea un comienzo y no una nostalgia.

¿Qué hacer con el pasado? ¿Un monumento o un funeral? ¿La memoria le enseña algo al presente o nos hace doler? ¿Qué conviene recordar?

La memoria no es un mero rememorar, es un trabajo psíquico parecido al del duelo: reconocer lo perdido. Decir eso sí pasó, y poder algún día también decir ya pasó. Pero no hay duelo perfecto, quedan residuos intratables, y con ellos cada quien hace lo que puede; algunos llevan los recuerdos incrustados en el cuerpo, otros los hacen metáfora. Sobre eso no es justo andar opinando. A los 20 años del atentado de las Torres Gemelas, la madre de Bobby McIlvaine –un joven que por casualidad se encontraba en el lugar– dijo que lo seguía amando con la misma intensidad, pero que de a poco iba desprendiéndose de él. Mientras que el padre, se obsesionó con las teorías conspirativas, y se tatuó en el brazo izquierdo –el mismo que le faltaba al cadáver de Bobby– una frase hallada en sus diarios. La madre lleva una pulsera con la misma frase.

Hacer algo con eso es también un problema de los pueblos.

En el memorial de Auschwitz hay pelo, fardos de pelo humano. Hace algunos años el directorio debía decidir qué hacer con él, conservarlo bajo condiciones de preservación o permitir su deterioro orgánico. Uno de los directores, el único que fue un sobreviviente de los campos, dijo que no harían nada, porque cada generación tendría que hacerse cargo de qué hacer con el mal que existe; y allí yace su testimonio. Hay ruinas que conviene dejar activas y no convertirlas en museo. Porque el museo es la obsesión de la memoria en los tiempos sin historia. Como si recordar fuera un ejercicio trivial y una pedagogía para el presente, como si la historia enseñara algo unívoco. La Primera Guerra no evitó la Segunda, no fue sino la bomba atómica la que seguramente ha inhibido, hasta hoy, una tercera.

Hay muchas memorias. Una es literal: la de los soldados que vuelven traumatizados de la guerra, y replican una y otra vez el ¡pum! Eso es padecer una memoria. Inflamar esa memoria puede convertir a los recuerdos en bestias. Hay otras formas mórbidas de la memoria, cuando se exaltan para activar venganzas al servicio de conflictos presentes. David Rieff, crítico –y criticado– de la memoria, se pregunta por qué un Museo del Holocausto, como el de Estados Unidos, debe abrir el recorrido con una ostentosa muestra de nacionalismo norteamericano. ¿Qué tienen que ver esos símbolos con la rememoración de las víctimas? La memoria no es inocente. La canallada es su utilización política.

Un totalitarismo puede quemar los libros, pero solo se deshace de la capa superficial de la memoria, porque la memoria habita en los oídos y se clava en el corazón. La memoria es afectación, por eso enraíza. Pero a la vez, es esa misma fuerza la que le quita, a diferencia de la historia, capacidad para contener las contradicciones. La historia enfría lo que en la memoria arde. Algo que para una generación puede ser memoria, para las siguientes puede ser una historia que relatar con mirada crítica o indiferencia. Por eso hay ciertos eventos que, para bien o para mal, porque nunca se sabe en qué pueden derivar, se mantienen activos; para no olvidar. Todo el asunto es no olvidar qué: no es lo mismo insistir en recordar a un enemigo para volverlo perpetuo, que no olvidar aquello de lo que la humanidad ha sido capaz. Lo primero es la vía al resentimiento, lo segundo, la posibilidad de advertirnos.

La complejidad de la memoria exige que sea pensada caso a caso. Hay momentos en que recordar es imperativo. Porque para olvidar, por lo menos debe haber antes, algo que recordar. Chile es ese caso.

El retorno a la democracia en Chile en 1990 se abrió con un eso pasó, pero no del todo. El retorno a la democracia fue uno donde aún el susurro de los ochenta persistió un tiempo más. Creo que lo olvidamos -basta hacer el ejercicio de preguntar– que Pinochet se quedó ocho años más como comandante en jefe del Ejército. Seguramente fue apremiante, ante las circunstancias, afirmar una democracia insipiente, sacrificando la búsqueda de justicia. Luego, la memoria se convirtió en una especie de palabra doble: exigencia e incomodidad. Memoria en nuestro caso no es solo recordar, sino que es un sinónimo de una verdad y una justicia pendiente. Porque tal como ocurrió con los nazis, la dictadura chilena no solo asesinó, sino que se encargó de borrar las huellas. Cuando el crimen es clandestino, ¿qué memoria es posible?

Pese a este olvido forzoso –sumado a la forma de olvido que inauguraron los noventa en el mundo: la narcosis– la verdad se fue develando por su propia gravedad y desde luego, por quienes nunca desistieron la búsqueda de justicia. El pinochetismo fue cayendo, diría, por la vía de la vergüenza; incluso sus viejos colaboradores se desentendieron de su pasado. Pero algo no podía concluirse, porque no solo quedaron ruinas de otro tiempo, sino ruinas activas: tumbas vacías de los desaparecidos. Despojar de la muerte a alguien no solo implica un duelo imposible para los cercanos, sino que deja algo roto para las generaciones siguientes. La destrucción de la democracia, como un parricidio, no es solo destruir al enemigo, porque destruye una genealogía, rompe el orden de un mundo, uno que cuesta generaciones recomponer. Recomponer requiere de un pacto que actúe como una puntuación, como el punto desde el cual se arma y se sostiene un tejido. La justicia es esa clase de puntuación.

La memoria no es lineal, no se va disipando con el tiempo. Puede actualizarse con –y para – los conflictos del presente. Han pasado 50 años del Golpe, y Chile parece estar más lejos que hace 20 de un pacto para el futuro (2013: 68% “Nunca hay razón para dar un golpe”. 2023: 42% “El golpe destruyó la democracia”). Posiblemente sea un síntoma de la falta de esa puntuación, que la memoria pueda revitalizarse hoy, pero pasada por el cedazo de los conflictos actuales y a través de las herramientas actuales (que están lejos de ser meros instrumentos): la ferocidad de las redes sociales. El presente ha despertado a viejos monstruos y a algunos recién paridos, el pinochetismo ha cobrado una nueva vitalidad bajo la batalla de unas lógicas actuales: las desmesuras de una parte del progresismo –que nunca se sabe si quieren hacer testimonio de sí o comenzar un proyecto posible– y el ethos importado de una nueva marca transnacional: el trumpismo.

Recordar no es garantía de salud, al menos no de cualquier manera, tampoco la historia es pedagogía. La memoria es un trabajo que incluye al olvido. El olvido no es mera represión, tiene una potencia regeneradora, como el sueño. A veces hay que irse a dormir ante una pelea que no tiene cómo parar, y volver de otro modo sobre ella en la mañana. Y como el duelo, no todo es reparable, hay restos que nunca serán digeridos, y son el testimonio, como el pelo humano en el Memorial, de que el mal no se borra, persiste, y que cada generación está obligada a lidiar con ello. Eso, podría ser una memoria reflexiva.

Hay algo más que vale la pena recordar. La insistencia de la vida. Como escribió Wislawa Szymborska: “La realidad exige que lo digamos bien claro: la vida sigue su curso (…) Donde estaba Hiroshima de nuevo está Hiroshima”. Por cierto, la frase de Bobby McILvaine que su padre se tatuó y su madre lleva en la pulsera es: el amor sigue andando. Confiemos en nosotros. A fin de cuentas, una patria en realidad nunca ha sido otra cosa que nuestras historias.

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