8-M: El feminismo y sus herejes | Opinión

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Con toda la dislocación que suelen producir las elecciones, hay veces en las que tienen un efecto oxigenante. Es lo que se adivina en estas que estamos a punto de afrontar. A la vista de la cantidad de atribución de cargos que significa la renovación de todo el poder local y de buena parte del regional, los partidos no están para asumir demasiados riesgos. Está siendo una legislatura demasiado díscola para afrontarlas sin una previa limpieza de factores distorsionantes. Y entre ellos se encuentran las consecuencias de la famosa ley del solo sí es sí, que hacían imperativa su reforma. Pero también la escenificación de una importante discrepancia dentro del propio Gobierno de coalición. Como siempre ocurre en periodos electorales, lo más importante para cada formación política es conseguir diferenciarse de sus adversarios. Disentir en torno a su reforma viene a ser perfectamente instrumental para que cada una de las partes ―PSOE y UP― puedan tomar distancia entre sí sin que ello les provoque ninguna merma en la gobernabilidad conjunta. Cada uno de ellos puede reivindicarse ante sus electores potenciales como portadores de sus supuestos principios, más aún tratándose de una materia, la cuestión feminista, sobre la que ambos reivindican la hegemonía.

Los caprichos del calendario han ocasionado, sin embargo, que la disputa vaya a coincidir con el 8-M, el día de exaltación feminista, y es casi inevitable que dichas discrepancias se hagan sentir también en las calles. El peligro, como ya ha ocurrido antes, es que se tribalice, que en vez de aparecer como un movimiento de liberación unido acuda organizado en facciones. Cada grupo con su pancarta alusiva a su propia concepción del feminismo. En mi condición de teórico político, aprovecho para decir que es en este campo donde a lo largo de las últimas décadas se ha desarrollado la filosofía política más rica, sugerente e imaginativa. Pero también donde proliferan todo tipo de teorías y matices. Lo sorprendente es que este pluralismo teórico sobre el fenómeno, que en el mundo académico es visto como algo natural y hasta bienvenido, cuando salta a la política práctica se contamina con la retórica de las herejías. Quien no se adscribe a la concepción supuestamente correcta es visto como hereje y, por tanto, merece ser “cancelado”. Si no al modo de la doctrina woke convencional, con sanciones específicas, sí en un sentido lato.

Detrás late, como antes decía, una clara disputa por la hegemonía ―siempre volvemos a Gramsci―, que en un sistema de partidos entra en combustión por la propia disputa electoral. La superposición en este tema de la otra fuente de los conflictos políticos hubiera exigido que pudiera diferenciarse entre un feminismo de izquierdas u otro de derechas, pero tal parece que ―dentro de la izquierda, al menos―, solo pueda existir una versión verdadera y unos únicos intérpretes cualificados para representarla. Solamente así es comprensible la tozudez de Podemos y sus aliados por negarse a ajustar la susodicha ley a los criterios de la racionalidad del derecho. El PSOE se ha inclinado al final por la solución pragmática, y esto le permite asumir de forma implícita el rol de feminismo “responsable”. Tampoco le viene mal que su aprobación de la reforma pase con el voto de la derecha; es la mejor manera de exhibir sus líneas rojas con respecto a sus socios. Y a Podemos le viene de perlas porque puede presumir de encarnar la verdadera izquierda feminista. Al final a uno siempre le queda la duda de si más que una disputa en torno a visiones feministas no estamos en realidad ante el más clásico juego de los intereses electorales de partido. Creo que el feminismo no lo merece.

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