[ad_1]
Santiago Ramón y Cajal no bebía alcohol ni fumaba. Alrededor de 1888, su año cumbre, el joven científico se sentaba ante su microscopio como un aventurero con un machete por la selva. “Mi tarea comenzaba a las nueve de la mañana y solía prolongarse hasta cerca de medianoche. Y lo más curioso es que el trabajo me causaba placer. Era una embriaguez deliciosa, un encanto irresistible”, escribió en sus memorias, Recuerdos de mi vida. “¡Cómo el entomólogo a la caza de mariposas de vistosos matices, mi atención perseguía, en el vergel de la sustancia gris, células de formas delicadas y elegantes, las misteriosas mariposas del alma, cuyo batir de alas quién sabe si esclarecerá algún día el secreto de la vida mental!”.
Aquel 1888, Cajal reveló que el cerebro estaba organizado en células individuales, las neuronas, y sintió “el sentimiento un poco egolátrico de descubrir islas recónditas o formas virginales que parecen esperar, desde el principio del mundo, un digno contemplador de su belleza”. El investigador, padre de la neurociencia, se puso a la altura de genios como Darwin y Newton y acabó ganando el Nobel de Medicina en 1906, una hazaña jamás repetida por un científico en España. Hasta el 11 de enero, todavía es posible contemplar en el paraninfo de la Universidad de Zaragoza una de las mayores exposiciones jamás dedicadas al genio, nacido en Petilla de Aragón (Navarra) en 1852.
“Es triste y doloroso que la sociedad española conozca, o al menos estudie o se le obligue a estudiar, a Darwin, Pasteur, Curie, Newton o Einstein, pero no a Cajal”, afirma el oncólogo Alberto J. Schuhmacher, comisario de la exposición. “Salvo para parte de la comunidad científica, los forofos cajalistas y los estudiosos cajalianos, la figura de don Santiago es desconocida e ignorada, pese a nombrar calles, plazas, centros educativos, hospitales y paradas de cercanías”, opina.
La exposición, abierta desde octubre, exhibe unas 350 piezas, incluyendo auténticas obras de arte, como el retrato al óleo de Cajal pintado por Joaquín Sorolla y su estatua de mármol esculpida por Mariano Benlliure. Fotografías y objetos de la época recuerdan la asombrosa vida del científico, hijo de Antonia Cajal, una mujer de familia de tejedores, y Justo Ramón, un hombre analfabeto que aprendió a leer y a escribir por su cuenta y que acabó yendo a Barcelona a pie desde Zaragoza para estudiar Medicina. La exposición muestra un monumental atlas anatómico que padre e hijo comenzaron a elaborar hacia 1879, dibujando con pastel y tizas los cadáveres que diseccionaban en el hospital de Zaragoza.
“Algunos museos en el mundo muestran con orgullo sus cartas y dibujos, es inexplicable e inaceptable que España hoy no tenga un museo dedicado a la memoria de Cajal y su escuela. No nos sobran héroes científicos”, reflexiona Schuhmacher, del Instituto de Investigación Sanitaria Aragón. La exposición de Zaragoza es más valiosa precisamente por eso: el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) guardó en 1989 las 22.000 piezas del legado del científico en un sótano del madrileño Instituto Cajal y desde entonces sus obras solo se han podido ver con cuentagotas.
El año pasado, el Colegio de Médicos de Madrid anunció que dedicará 1.500 metros cuadrados a la creación de un Museo Cátedra Ramón y Cajal en torno a la sala intacta en la que el científico impartió clases durante 30 años, hasta su jubilación en 1922. La institución privada ha ofrecido su sede —un edificio histórico de Patrimonio del Estado cedido desde 1970 y situado en el eje museístico de Madrid, junto al museo Reina Sofía— para exponer el llamado Legado Cajal del CSIC, pero ese proyecto común “no está sobre la mesa ni se ha contemplado”, según un portavoz del organismo público. En su lugar, el CSIC está habilitando un pequeño espacio de 220 metros cuadrados en su sede de la calle Serrano de Madrid para exhibir “la parte más relevante” del legado. Todo apunta a que la capital, tras décadas de menosprecio, tendrá dos museos incompletos consagrados a Cajal.
El científico, fallecido en Madrid en 1934, contaba que, de joven, nada saciaba su “lápiz infatigable”. La exposición de Zaragoza muestra algunas de sus obras juveniles, incluidas varias acuarelas y una pintura al óleo de inspiración romántica. Pero la gran joya son los minuciosos dibujos a mano alzada del mundo microscópico al que Cajal se asomó el primero: los bosques de neuronas independientes, que provocaron sonrisas incrédulas a los sabios internacionales de la época.
“Eran aquellos tiempos harto difíciles para los españoles aficionados a la investigación. Debíamos luchar con el prejuicio universal de nuestra incultura y de nuestra radical indiferencia hacia los grandes problemas biológicos. Admitíase que España produjera algún artista genial, tal cual poeta melenudo, y gesticulantes danzarines de ambos sexos; pero se reputaba absurda la hipótesis de que surgiera en ella un verdadero hombre de ciencia”, lamentó Cajal en sus memorias.
El científico se licenció en Medicina con 21 años, vio el mar por primera vez con 22 y dio su primer beso con 24, al regresar de la guerra de Cuba, como cuenta con humor en Recuerdos de mi vida. “A la manera de los salvajes y de las mujeres, he adolecido siempre de lamentable facilidad para soltar la risa: una observación chocante, un gesto inesperado, cualquiera chirigota, bastaban para excitar mi ruidosa hilaridad, sin que fueran parte a reportarme lo grave del lugar y lo solemne de la ocasión”, escribió Cajal.
La exposición de Zaragoza también incluye imágenes de una de sus etapas más excéntricas, cuando con 18 años se dedicó al “necio y exagerado culto al bíceps” y se convirtió, según sus propias palabras, en un “Hércules de feria” con “pectorales monstruosos”. De aquella época musculada, Cajal sacó una conclusión que sigue de actualidad: “Con las energías corporales ocurre lo que con los ejércitos permanentes: la nación que ha forjado el mejor instrumento guerrero acaba siempre por ensayarlo sobre las naciones más débiles o harto descuidadas”.
Hoy, el ganador del Nobel de 1906 es una referencia internacional, pero de algún modo también sigue siendo un desconocido, según recalca Schuhmacher. El oncólogo investigó entre 2009 y 2012 en el Memorial Sloan Kettering de Nueva York y en ese tiempo visitó varios centros de neurociencia. “Varios laboratorios estadounidenses tenían en su pared una foto del actor Adolfo Marsillach disfrazado de Cajal, pensando que era el auténtico Cajal”, recuerda Schuhmacher con una mezcla de pena y risa. La anécdota, probablemente, también habría bastado para excitar la ruidosa hilaridad de Cajal.
Forja discípulos que te superen
Santiago Ramón y Cajal defendía que un científico tiene que actuar también “sobre las almas”, empleando una buena parte de sus horas en “forjar discípulos que le sucedan y le superen”. Él cultivó una escuela extraordinaria, con tres discípulos —Pío del Río Hortega, Fernando de Castro y Rafael Lorente de Nó— que “tuvieron opciones reales de conseguir el Premio Nobel”, según recuerda Alberto J. Schuhmacher, comisario de la exposición de Zaragoza, donde se pueden ver algunas obras de estos hijos de Cajal.
El Colegio de Médicos de Madrid también ha inaugurado una pequeña exposición en su sede, titulada Escuela Cajal, Patrimonio de la Neurociencia, que estará abierta hasta el 29 de marzo de 2020 con obras y objetos de los discípulos del padre de la neurociencia. El presidente del Colegio, Miguel Ángel Sánchez Chillón, cree que esta muestra servirá para que los visitantes se hagan una idea de cómo será el futuro Museo Cátedra Ramón y Cajal.
[ad_2]
Source link