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El 11 de septiembre pasado, Chile conmemoró el 50 aniversario del golpe de Estado contra el socialista Salvador Allende. En 1973, las tropas comandadas por el general Augusto Pinochet bombardearon La Moneda, la sede del Gobierno en Santiago, durante horas. El presidente, solo en su despacho, se pegó un tiro. Consumada la asonada, Pinochet cerró el Congreso, prohibió los partidos políticos e inició una cacería de opositores que dejó más de 3.000 muertos. El militar se quedó 17 años en el poder, pese a las promesas iniciales de una rápida transición.

Hoy gobierna un presidente socialista, Gabriel Boric, que reivindica a Allende y no duda en denunciar el terrorismo de Estado. Pero el aniversario redondo ha puesto a Chile ante el espejo roto de la memoria. La derecha, la tradicional y esa de nueva especie, la ultra, que vive en los límites de la democracia, ha salido del armario. Como nunca antes, en este aniversario coincidieron en reivindicar a Pinochet y achacar a Allende la responsabilidad de su caída y muerte. El país estaba, aseguran, inmerso en el caos y Pinochet no hizo otra cosa que atender el reclamo de una ciudadanía que quería orden. El excandidato presidencial José Antonio Kast, al frente del Partido Republicano, puso voz en las redes sociales a aquellos que añoran los tiempos de la dictadura y “la libertad recuperada hace 50 años”.

Los republicanos acusaron a Boric de “dividir a los chilenos e imponer una visión oficial de historia”. El presidente intentó sin éxito que la derecha se sumase a los actos conmemorativos del 11 de septiembre organizados en Santiago. Logró, al menos, que todos los expresidentes vivos, incluido el conservador Sebastián Piñera, firmasen una carta de apoyo a la democracia. La estrategia de Boric contra el negacionismo ha sido repudiar las violaciones a los derechos humanos perpetradas por el régimen militar y rechazar las lecturas que consideran al golpe como “inevitable”. “Nos rebelamos cuando nos dicen que no había otra alternativa. ¡Por supuesto que había otra alternativa! Y el día de mañana cuando vivamos otra crisis, siempre va a haber otra alternativa que implique más democracia y no menos”, dijo desde La Moneda.

La derecha tradicional chilena, representada por la Unión Demócrata Independiente (UDI), un partido heredero de la dictadura, repudió las violaciones a los derechos humanos, como exigió Boric, pero se aferró al argumento de que la culpa fue de la víctima. En un documento de ocho puntos, dijo que antes de la llegada de Pinochet, Chile vivía “marcada por el odio, la legitimación de la violencia como vía de acción política y la severa polarización provocada por un sector de la izquierda”. “El Gobierno de la Unidad Popular accedió al quebrantamiento de la democracia, propiciando una confrontación con la Corte Suprema y el Congreso Nacional, para imponer su proyecto político”, resumieron desde el partido. El texto fue rechazado por la ministra de Interior y Seguridad, Carolina Tohá, hija de un ministro de Allende que murió víctima de torturas en el inicio de la dictadura. “Me duele y avergüenza que se retroceda en cosas tan fundamentales”, dijo Tohá frente a La Moneda, justo antes de que Boric diese su discurso conmemorativo.

El presidente de la UDI, Javier Macaya, respondió en las redes a Tohá acusándola de “intolerante”. Una vez más, el argumento fue que el golpe fue responsabilidad de Allende, porque “hay un recuerdo histórico de millones de chilenos de lo que fue la Unidad Popular, que no es la verdad que celebraron en La Moneda”.

Superar este escenario de quiebra es hoy el principal reto de Boric. Ya no se trata de qué lectura irá a parar a los libros de historia, sino de puro pragmatismo político. Chile discute por estos días el texto de una Constitución que reemplace a la vigente, redactada durante la dictadura de Pinochet. Y sucede que el proceso está dominado por la ultraderecha de Kast y el resto de los partidos conservadores. Los sectores progresistas chilenos no esperan nada bueno de ese trabajo de redacción.



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