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Me seduce la intimidad del primer plano porque capta la esencia de una persona: no se detiene en describir su atuendo o el entorno, que podrían hablarnos de su posición social. Todo se sintetiza en el rostro. De las 40, 50, 100 fotografías que suelo tomar de una persona, mi favorita es aquella en que la cara todavía no ha terminado de dibujar la expresión que el cerebro pretende adoptar. Me gusta compilar catálogos de semblantes que invitan a la comparación. Todos tenemos una idea de cómo debe ser el ojo –o la nariz, o un labio– humano, pero cuando comparas 10, 20, 100 pares de ojos, constatas sus enormes diferencias. Fotografío personas que proceden de circunstancias, culturas y etnias muy variadas, pero a fin de cuentas somos todos seres humanos. Hoy puedo retratar al Presidente y la semana que viene, a un indigente. Mi objetivo es suscitar una reflexión sobre el uso que hacemos de nuestra apariencia para modelar nuestra identidad.

¿Qué tienen estos rostros que resultan tan intrigantes? ¿Es simplemen­te que sus facciones rompen nuestros esquemas, que no estamos acostumbrados a ver esos ojos debajo de esos cabellos, esa nariz sobre esos labios? En un país como Estados Unidos, con una población de tan variados orígenes, la reacción puede ir desde un inofensivo afán de antropólogo aficionado a identificar ascendencias y encontrar coincidencias hasta un rechazo en toda regla de la violación de las fronteras entre grupos (según el viejo discurso racista, el watering down o «dilución racial»).

Si nos topásemos con estos rostros por la calle, a los más curiosos (o menos educados) quizá se nos ocurriría acercarnos a preguntar: «¿De dónde eres?» o «¿Tú qué eres?». Observamos con curiosidad porque lo que vemos dice mucho sobre el pasado de este país, su presente y su prometedor (o preocupante) futuro.

La Oficina del Censo de Estados Unidos no empezó a computar datos detallados sobre los ciudadanos multirraciales hasta el año 2000, cuando por primera vez les permitió marcar más de una raza al cumplimentar el formulario, y 6,8 millones de personas optaron por la marcación múltiple. Diez años después, esa cifra au­­mentó un 32%, lo cual la convierte en una de las categorías de crecimiento más acelerado. La opción de marcar múltiples razas es aplaudida como un progreso por los ciudadanos frustrados con las limitaciones de las categorías raciales establecidas a finales del siglo XVIII por el científico alemán Johann Friedrich Blumenbach, quien clasificó a los humanos en cinco «variedades naturales»: cobrizos, amarillos, malayos, negros y blancos.

Aunque la opción de marcar varias razas no deja de estar incardinada en esa taxonomía, al menos introduce la posibilidad de la autoidentificación. Constituye un paso hacia la reparación de un sistema de categorías que, paradójicamente, es tan erróneo (pues los genetistas han demostrado que la raza no es una realidad biológica) como ineludible (ya que vivimos en un mundo de razas y racismo). La determinación de la raza de los individuos se utiliza para hacer cumplir las leyes antidiscriminación y también para identificar cuestiones sanitarias específicas de poblaciones concretas.

Categorías raciales

La Oficina del Censo, consciente de que sus categorías raciales son un instrumento imperfecto, niega cualquier intención «de definir la raza con criterios biológicos, antropológicos o genéticos». Y, de hecho, para la mayoría de los estadounidenses multirraciales, como los que aparecen retratados en estas páginas, en el concepto de identidad intervienen innumerables matices, influidos por la política, la religión, la historia y la geografía, así como por el uso que el interesado cree que se dará a su respuesta. «Yo digo que soy morena –dice McKenzi McPherson, de 9 años–. Y pienso: “¿A ti qué más te da?”.» Maximillian Sugiura, de 29 años, explica que se arroga la identidad étnica que le resulte más ventajosa en cada circunstancia. Las lealtades también cuentan, sobre todo cuando la ascendencia de uno no se traduce visiblemente en una piel, un cabello o unas facciones fenotípicas. Yudah Holman, de 29 años, se describe como mitad tailandés y mitad negro, pero en los formularios marca la opción «asiático» y siempre alude en primer lugar a la parte tailandesa, «porque me crió mi madre, así que estoy orgulloso de ser tailandés».

Blancos y Negros

Sandra Williams, de 46 años, creció en una época en la que el país todavía funcionaba sobre la dicotomía negros/blancos. El censo de 1960 dibujaba una nación donde el 99 % seguía siendo o una cosa o la otra, y cuando seis años después nació Sandra –de unos padres que combinaban una y otra ascendencia– los matrimonios in­­terraciales seguían prohibidos en 17 estados. En la ciudad del oeste de Virginia donde se crio, solo había un niño asiático en el colegio. Si hubiese atribuido la claridad de su piel y su cabello a su ascendencia blanca, dice ella, los negros lo ha­­brían interpretado como un rechazo. Por eso, a pesar de que considera la raza un constructo social, ella marca la casilla «negra» en el formulario. «Como hacían mis padres», dice.

En el mundo actual, en teoría más tolerante, las personas con orígenes raciales y culturales complejos hilan un discurso mucho más fluido y lúdico para describirse a sí mismos. En los patios de recreo y en los campus universitarios se manejan términos de cuño propio tales como negronés, filatino, chicanés y corgentino. Cuando Joshua Ahsoak, de 34 años, iba a la universidad, su mezcla de inupiat (esquimal) y judío del Medio Oeste le granjearon el apodo de «jusquimal», término que aún usa para describirse.

Tracey Williams Bautista dice que su hijo de siete años, Yoel Chac Bautista, se autodenomina negro cuando está con ella, afroamericana, pero se presenta como mexicano cuando está con su padre. «Nosotros decimos que es negxicano», bromea. Los familiares negros advierten a Tracey de la vigencia de la «regla de la gota de sangre», la antigua práctica de considerar negro a quien posea el más mínimo rastro de ascendencia negra. «Dicen: “Aunque solo tenga la mitad, sigue siendo un negro de m…”»

En Estados Unidos la raza sigue importando, por más que la elección de Barack Obama anunciase en su día un mundo postracial. Quizá llegue a ser una nación plural en 2060, cuando según la predicción de la Oficina del Censo los blancos no hispanos dejen de ser mayoría. Pero las estadísticas no borran el legado de los campos de concentración donde se internó a estadounidenses de origen japonés durante la Segunda Guerra Mundial ni las leyes de segregación racial vigentes hasta los años sesenta. Los blancos tienen de media el doble de ingresos y seis veces más pa­­trimonio que los negros e hispanos, y los jóvenes negros tienen el doble de probabilidades de estar desempleados que los blancos. El sesgo racial sigue presente en las tasas de encarcelación, las estadísticas sanitarias y los informativos: hace poco tiempo la emisión de un anuncio de cereales Cheerios que presentaba una familia multirracial causó un alud de reacciones negativas, entre ellas reivindicaciones de genocidio blanco y lla­mamientos al «muerticulturalismo».

Identidad étnica

Tanto los defensores como los detractores del anuncio basaban sus opiniones en lo que se conoce como el test del ojo: un estudio de la actividad cerebral realizado por la Universidad de Colorado en Boulder mostró que las personas toman nota de la raza en una décima de segundo, antes incluso que del sexo. Otra investigación divulgó en mayo que los conservadores presentan una tendencia más marcada que los progresistas a categorizar rostros ambiguos como negros.

Cuando la gente pregunta a Celeste Seda, de 26 años, de qué raza es, a ella le gusta dejar que lo adivinen antes de explicar que es de ascendencia dominicana y coreana. Matiza que incluso al decir eso solo revela una mínima parte de su identidad, que incluye una infancia en Long Island, una familia adoptiva puertorriqueña, una hermana afroamericana y una incipiente carrera como actriz. Llamar la atención por tener una imagen insólita halaga tanto como agota. «Es un don y una maldición», sentencia.

Y es también, para el resto de nosotros, una oportunidad. Si resulta que no podemos encasillar al prójimo en ninguna de las categorías de toda la vida, quizá nos veremos obligados a revisar las definiciones de raza e identidad, las presunciones sobre quiénes son ellos y quiénes nosotros. Tal vez aprenderemos a ser menos cautelosos a la hora de identificarnos con los demás si cada vez nos topamos con más personas como Seda, personas cuyos rostros parecen proclamar ese verso del vibrante poema de Walt Whitman Canto a mí mismo: «Soy inmenso, contengo multitudes».

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