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Cuenta Antonio Muñoz Molina, en El atrevimiento de mirar, que una tarde en la que paseaba por los parques y muelles a orillas del río Hudson, cuando residía en Nueva York, llamó su atención un grupo de personas -en torno a cien- que, inmóviles y de pie, muy juntos pero sin observarse ni hablarse, se situaban bajo una carpa de lona. Vestían como oficinistas, sus caras denotaban cansancio y, desde su aislamiento individual, miraban todos en la misma dirección.
Poco después se dio cuenta de que esperaban un ferry, pero entretanto su visión le pareció turbadora: de haber sustituido los periódicos y libros de esta asamblea de solitarios -como las que, en tantas ciudades, aguardan el tren o el autobús- por recopilaciones de himnos, hubieran podido componer una secta. O una pintura de Hopper, no necesariamente existente, quizá titulada Grupo de gente al sol, en la que las figuras se ignorasen entre sí y atendiesen, todas intensamente, a un punto que el espectador no puede ver. Sus cuerpos rígidos parecerían desalojados de la vida real, quietos y habitando cada uno su propia soledad (como si se hallaran en habitaciones vacías en las que entra la luz por una única ventana).
Las semejanzas a la hora de hacer esa equiparación no las encontraba solo en las actitudes de estos trabajadores, también en la suya propia, como espectador que mira, pasa y después permanece ajeno a lo que ha visto, aunque él experimentara en ese momento una mezcla de cercanía y desconcierto: camina, fugazmente, por un lugar, sin tiempo de familiarizarse con lo que ve ni de convertirse en nada más que un testigo. Las obras del pintor estadounidense las contemplamos, por necesidad, desde esa misma perspectiva, y además en las calles neoyorquinas, donde vivió la mayor parte de su trayectoria, es fácil encontrar de noche escenas de la vida cotidiana, porque, como señala el escritor, los primeros pisos están muy bajos y no es raro que no tengan cortinas. En esos casos, no es necesario tener pulsiones de voyeur para que una habitación nos atraiga, sobre todo si encontramos una biblioteca, alguien leyendo reclinado… Las suyas pueden parecernos estancias novelescas donde ocurren vidas más intensas que las nuestras, las de los paseantes raudos.
En el rectángulo iluminado de una de esas ventanas podríamos ver, por ejemplo, a la pareja protagonista de Habitación en Nueva York (1932): él está ensimismado en su periódico, ella pulsando una sola nota en el piano; los volúmenes de ellos y del mobiliario los presentó austeros y apenas distinguimos rasgos faciales, sus modelos no dejan de ser desconocidos. El propio Hopper explicó que esta imagen en concreto no se basa en ninguna visión concreta, sino que la ideó tras contemplar varias escenas parecidas regresando de noche a su casa, en Washington Square.
Para Muñoz Molina, lo relevante de este tipo de composiciones no es que podamos recordarlas ante determinadas estampas reales, sino que en este caso es la pintura la que ilumina la vida y no al contrario: puede que no percibiésemos algunas circunstancias con la misma precisión, y atención, de no ser porque Hopper las fijó para nosotros en obras que, pese a la extensa difusión que han alcanzado fruto de sus múltiples reproducciones, guardan muchas aristas que solo nos desvelan cuando nos encontramos ante las piezas originales. Su técnica, que en una fotografía puede parecer destinada a frutos miméticos, al natural se nos ofrece densa y austera, con una tensión cromática y formal que pensaríamos más propia de la pintura abstracta.
Cuando alguien alababa el realismo del de Nyack, en vida suya, el artista solía subrayar que él no hacía sociología sino pintura: sus obras no son documentales sino representaciones casi confesionales, y no elegía los temas por suponer estos retratos de la vida estadounidense, sino por permitir expresiones sintéticas de una vida interior. Estos lienzos pueden convertirse en lentes de aumento sobre lo cercano, en ventanas de lucidez frente a una posible actitud de tedio o distracción que nos impida atender al entorno con curiosidad; señala el autor de Beltenebros que el arte, y muy evidentemente el de Hopper, nos quita de los ojos la miopía y las legañas de la costumbre.
Así podremos advertir, quizá, que la huella de Hopper sobre la película Psicosis de Hitchcock va más allá de la silueta de la casa fantasmal: modifica nuestra manera de mirar en su conjunto, se filtra en nuestros enfoques en múltiples direcciones. En el inicio de ese filme, el director nos lleva de una panorámica neutra de una ciudad a un edificio, de este a una ventana, y de ella a la intimidad espiada de unos amantes a medio vestir en un hotel; también se acuerda Muñoz Molina de que, en la literatura de William Irish, los relatos suceden en los cines, los hoteles y los restaurantes baratos, a veces cuando alguien es testigo, desde un tren elevado, de un asesinato en una habitación. Y aquí es oportuno citar Oficina en la noche: el americano pintó una estancia de fría luz eléctrica, donde se trabaja a deshora; por la ventana entra una iluminación más amarilla, la de las ventanas de la calle. Un hombre, sentado, parece concentrado en algo, o quizá evita mirar a la mujer que se dirige a él, en un escorzo extraño que parece calculado para subrayar sus curvas. Podría ser este un fotograma de una película (ahí está Shirley: Visiones de una realidad), pero en el fondo se trata de la síntesis de muchas escenas vistas por Hopper a lo largo de muchas noches; esa fugacidad se convierte en sus pinceles en inmóvil y firme.
El cine siempre nos explica más datos de los que aporta nunca la pintura; nunca sabremos dónde está ni hacia dónde se dirige la mujer de Habitación de hotel (1931), y solo sabemos el horario en que mira por la ventana la protagonista de Las once de la mañana: no conocemos qué hace esta joven, desnuda e indolente, en horario laboral, contemplando las vistas.
En todo caso, como en la filmografía de Hitchcock, las ventanas y la acción de mirar son esenciales en Hopper. Un encuadre puede convertir lo ordinario en extraordinario, incluso en amenazador: visto desde arriba y desde un ángulo muy oblicuo, un individuo corriente puede ser un merodeador o un espía. Y buena parte de la producción del pintor, no está de más recordarlo, es anterior al cine negro.
Hopper viajó a París en tres ocasiones, breves, y los lugares y creadores en los que eligió fijarse nos hablan de su singularidad: ignoró la existencia de Picasso, no se fijó en Cézanne y sí admiró a Degas, durante un tiempo no valorado por la originalidad de sus encuadres, sus fogonazos de vida cotidiana y su captación de nostalgia en instantes comunes. Por tanto, su genealogía visual era en parte europea, pese a que se ha incidido en su americanismo y en su supuesta sencillez intelectual, en razón de los temas de apariencia elemental que trató: lo cierto es que fue un gran lector de literatura francesa y también amaba el teatro y el cine. Cuenta Muñoz Molina que en su cartera llevó siempre su transcripción de una cita de Goethe: El principio y el fin de toda actividad literaria es la reproducción del mundo que existe en torno a mí mediante el mundo que está dentro de mí, captando todas las cosas, relacionándolas, recreándolas, moldeándolas y reconstruyéndolas en una forma personal y original.
Como decíamos, tampoco en el artista había propósito documental: en su Nueva York, tan aparentemente realista, no hay rascacielos ni calles bulliciosas, y la luz, y la misma figura humana, aparecen al borde de una oscuridad casi ancestral. Por la misma razón, pintó muy a menudo a su esposa, Jo, pero no como era, sino convertida en modelo de las mujeres desconocidas que atisbaba en las ventanas, pasillos, vestíbulos… Si en los dibujos preparatorios los rasgos de su cara suelen ser exactos, en los óleos acabados la mujer real deviene la recordada (y/o inventada).
Y, considera Muñoz Molina, es cierto que la soledad (la propia de la vida moderna, la de los perdidos en la multitud y el anonimato) está muy presente en los trabajos de Hopper, pero puede que, desde su nula intención de hacer sociología, no implique un retrato de las vidas de otros, sino de su propia interioridad o experiencia, como apuntaban las palabras de Goethe: representaba el mundo fuera de él a través de su propio mundo íntimo. Si nos fijamos bien, ese aislamiento de la gente de sus cuadros no implica angustia o tensión, sino un habitar retirado entre la gente, sereno y a salvo del aturdimiento de las muchedumbres (la suya sería solitude y no loneliness). No miran los objetos que los rodean, aunque les queden cerca, porque atienden a algo que está dentro de sí mismos o están sumidos en la contemplación o la lectura; puede que indique el artista que la perfección de las cosas no necesite ser observada -cree el escritor- para existir.
Dejó Hopper escrito: Quizás lo único que quería era pintar el efecto del sol sobre el costado de una casa.
BIBLIOGRAFÍA
Antonio Muñoz Molina. El atrevimiento de mirar. Galaxia Gutenberg, 2012
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