Patiños | Prensa Gráfica

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En 1974, Augusto Roa Bastos publicó Yo el Supremo, una obra monumental que vendría a enriquecer la tradición de la novela del dictador, iniciada varios decenios atrás con títulos como Tirano Banderas, de Ramón Valle-Inclán, y El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias.

Centrada en la figura histórica del dictador perpetuo de la República del Paraguay, José Gaspar Rodríguez de Francia, quien gobernó en solitario el país sudamericano desde 1816 hasta 1840, la obra arranca con el hallazgo de un pasquín, en el que bajo la forma de un decreto, suscrito supuestamente por el propio dictador, se ordena que a su muerte su cadáver sea decapitado y su cabeza puesta en una pica en la plaza de la República por un plazo de tres días.

El falso edicto decreta además pena de horca para todos sus servidores y manda que al cabo de los tres días indicados los restos del dictador sean quemados y sus cenizas lanzadas al río.

Ciego de ira por la afrenta, Rodríguez de Francia ordena a su fiel amanuense, Policarpo Patiño, encontrar a los autores de la mofa que tan bien han sabido copiar su estilo y su letra. Ese banderillazo de salida es acaso la única muestra de linealidad de la novela que, de ahí en adelante, articulada a veces como una especie de interminable diálogo con su secretario y otras como un extenso e imbricado soliloquio, se lanza a retratar el ejercicio del poder absoluto que no puede ser tal si, aparte del dominio avasallador sobre las personas, no logra desde luego controlar también de una manera total los discursos. De ahí lo crucial, para El Supremo, de encontrar al autor del apócrifo: su voz debe ser callada y su rastro, borrado.

En el desarrollo de la obra, el lector llega a conocer tanto la crueldad, los desafueros y las excentricidades del doctor Francia –ese tirano ilustrado, ávido lector de los pensadores del Siglo de Las Luces– como la naturaleza mustia de Policarpo Patiño, ejemplo perfecto de esos personajes serviles que perviven a la sombra de esos poderes absolutos que lo abarcan todo.

Leal escriba del dictador y brazo ejecutor de sus órdenes, Patiño, quien fue una figura tan histórica como el mismo Francia, es un hombre sumiso, adulador de un amo que teme e incluso quizás aborrece, pero al que también envidia y al que, en el fondo, aspira a remplazar.

No en vano a la muerte de El Supremo, considerándose su legítimo heredero, el Patiño histórico trata de forjar una alianza con los jefes de los cuarteles de Asunción, quienes en cambio lo ignoran y dan forma a una junta de gobierno en la que le adjudican un papel marginal. Caído en desgracia y enviado luego a prisión, el antiguo secretario termina ahorcándose con su hamaca.

Hoy que los dictadores o aspirantes a serlo vuelven a instalarse en los gobiernos de nuestros países, regresa con ellos también a pulular por los pasillos y despachos de palacios y ministerios una legión de patiños dispuestos a adular al amo de turno.

Hombres y mujeres que, como el Patiño de Roa Bastos, son incapaces de alzar el rostro en presencia de sus señores, pero no dudan en mostrarse implacables frente a los más débiles que ellos.

Entusiasmados, se alistan con gusto en ese ejército de genuflexos cortesanos y lisonjeadores profesionales en busca de alguna prebenda o de alguna mísera cuota de poder que caiga de las mesas principales a las que se han arrimado.

No importa que en proceso reciban los más abyectos tratos ni que, una vez muerto o desaparecido el tirano, habiendo ellos también a su vez despertado los odios populares, sus finales sean más bien discretos o, en el peor de los casos, trágicos.

Ahora bien, en honor de la justicia es menester apuntar que el fiel escribano del dictador perpetuo del Paraguay era algo más que un simple adulador. Policarpo Patiño conocía bien las artes de su trabajo y en consonancia sabía leer y escribir a la perfección. Y eso es mucho, mucho más de lo que se puede decir de esta nueva hornada de patiños modernos.

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