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Octavio Paz decía que los mexicanos descienden de los aztecas; los peruanos, de los incas; y los argentinos, de los barcos. Pero María Urbana Fernández Blanco, decimosegunda generación afincada en Argentina, solía aclarar que ella y su familia venían de una carabela y una tribu guaraní. La bisabuela Mami, como la llamábamos, era la depositaria de más de 400 años de anécdotas familiares y la única capaz de remontarse hasta los tiempos de la conquista de América. De todas sus historias, mi favorita era el capítulo fundacional de la saga, el encuentro entre un conquistador español y una indígena en el siglo XVI, con la fundación de la Gobernación del Río de la Plata como telón de fondo. Según contaba Mami, aquel colonizador y aquella princesa guaraní, hija de un cacique, se enamoraron y tuvieron una hija de la que descendíamos todos nosotros.

Pero hay detalles de esta historia que nadie me contó. Sospecho que la bisabuela Fernández Blanco no conocía los pormenores. El conquistador del que hablaba era Domingo Martínez de Irala y la indígena se llamaba Yboty Iyú, aunque los recién llegados la rebautizaron como Leonor de América. Yboty, o Leonor, era casi una niña cuando la obligaron a casarse. Su padre, el cacique Moquirasé, la entregó a su enemigo español como ofrenda de paz. En Relatos de la conquista del Río de la Plata y Paraguay, el cronista Ulrico Schmidel, testigo de la colonización, cuenta que la trata de blancas era una práctica común en algunos pueblos guaraníes. “Entre ellos el padre vende a su hija, el marido a su mujer, y a veces el hermano vende o trueca a su hermana. Una mujer puede costar un cuchillo, una pequeña hacha o cosas parecidas”, narra Shmidel en sus crónicas, escritas entre 1534 y 1554.

Irala se aprovechó y llegó a tener siete concubinas indígenas a las que trataba como criadas. También alentó a que los otros adelantados vivieran con varias guaraníes. Los españoles recrearon en esa zona de América el mito romano del rapto de las sabinas: secuestraban a las nativas y las forzaban a servirles y a tener hijos bajo un régimen de esclavitud sexual. Algunos clérigos denunciaron estos abusos ante el rey y calificaron el feudo de Irala como “el paraíso de Mahoma”. Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico, nieto de los Reyes Católicos, prefirió mirar hacia otro lado.

Yboty Iyú tuvo una hija, Úrsula de Irala. La niña, una de las primeras mestizas de Sudamérica, no tuvo mejor suerte que su madre. Cuando tenía 13 años, su padre la entregó a su rival, el conquistador gaditano Alonso Riquelme de Guzmán y Ponce de León. En 1552, cuando se celebró el matrimonio, casi ninguna mujer en el mundo, ni en América ni en España, era dueña de su destino. Una indígena en el apogeo de la conquista, mucho menos.

Los 12 de octubre pienso mucho en mis antepasadas. Me pregunto si Yboty Iyú o Úrsula fueron felices atrapadas en esos matrimonios arreglados, forzadas a servir a los enemigos de sus pueblos. En Memoria del fuego, la historia de América de Eduardo Galeano, el escritor uruguayo narra entre la realidad y la ficción cómo muchas indígenas se suicidaban ahorcándose o comiendo tierra para escapar de la esclavitud. Otras se negaban a dar el pecho a sus hijos recién nacidos para no perpetuar el mestizaje. Y otras, como “la india Juliana”, se lanzaban a la guerra y mataban a sus amos. Álvar Núñez Cabeza de Vaca ordenó ejecutar a Juliana como aleccionamiento a las demás cautivas para que no hicieran lo mismo. El castigo surtió su efecto. Úrsula, por ejemplo, tuvo siete hijos, incluida Catalina, a la que también forzaron a casarse con un conquistador. Quizá, mi bisabuela Mami fue la primera de esta saga que pudo casarse con el hombre que quería, uno de los 18 hijos de un matrimonio de inmigrantes italianos.

Ni en casa ni en el colegio me contaron nada de esto. Crecí en una Argentina que daba la espalda a su propia historia y en una época en la que los niños recitábamos La cautiva. En ese poema, considerado la primera gran obra de la literatura argentina, Esteban Echeverría no recuerda las penurias de las indígenas, sino que romantiza el rapto de una mujer blanca a mano de los “indios”.

Los 12 de octubre también pienso en Mariano Moreno, Manuel Belgrano, Juan Francisco Seguí y otros revolucionarios que se alzaron contra la Corona española a comienzos del siglo XIX. Todos ellos descendían de Yboty Iyú. Remedios de Escalada, esposa de José de San Martín, libertador de Argentina, Chile y Perú, también. Me gusta pensar que muchas naciones americanas nacieron de las entrañas de Yboty Iyú, en una suerte de venganza silenciosa. Fue su propio linaje el que inició el fin del imperio. Hoy, su familia es extensa. Según los genealogistas, hasta el Che Guevara, uno de los comandantes de la revolución cubana, descendía de ella. Me parece una reconfortante ironía del destino, una insuperable revancha de la Historia.

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