[ad_1]

Cosmin, un rumano de 25 años, sale por fin del hospital. Acude a prestar declaración ante la Policía Nacional de Sevilla a pesar de que le han amenazado para que no lo haga. Aún se recupera de las heridas que le produjo un tractor que le pasó por encima mientras recolectaba naranjas de sol a sol en una finca cerca de Córdoba. Cobraba, cuando le pagaban, apenas 25 euros a la semana. La rueda le aplastó de cintura para arriba. Tras cuatro meses ingresado en un hospital, hoy está vivo de milagro. Llevaba un año trabajando para un compatriota como un esclavo. “Quise irme, pero me dijeron que debía 2.000 euros y que tenía que trabajar cuatro años más para pagarlo”, le dijo al agente en su declaración. Alertados por su testimonio, los policías deciden esconder a Cosmin inmediatamente. Corría el riesgo de que su jefe y explotador lo hiciese desaparecer.

Esta es una historia de trata y de explotación laboral y sexual. De hambre, de pobreza. Pero también de lujos, champán, fugas y de una operación policial contra el reloj liderada por la Brigada Central contra la Trata de Seres Humanos y la Unidad de Redes de Inmigración Ilegal y Falsedades Documentales de Sevilla: más de 30 agentes repartidos por Sevilla, Madrid, Toledo y Salamanca. Un relato de cómo el campo esconde y facilita que empresarios y traficantes descarnados caminen a sus anchas y se hagan de oro a costa del trabajo esclavo de extranjeros.

Cosmin no es su nombre real, aún es una víctima de trata protegida. La suya siempre ha sido una vida de miseria. A los cuatro años, su madre lo dejó a cargo de sus abuelos y, cuando estos murieron, empezó a mendigar. No sabe leer ni escribir. Solo fue un año a la escuela. Tiene además una discapacidad intelectual. En 2021, un tío suyo se interesó por él. Le ofreció irse a España a trabajar a las órdenes de un rumano llamado R., que le pagó un billete de autobús hasta Sevilla. 35 horas de viaje. El viaje fue la primera deuda que contrajo. Nada más llegar, R., el patrón, le quitó sus documentos y su tío se esfumó del mapa.

R. en una fiesta, en una imagen colgada en sus redes sociales.
R. en una fiesta, en una imagen colgada en sus redes sociales.

Había sido engañado, aunque él aún no lo sabía. La oferta laboral prometía 700 euros al mes con alojamiento y una comida al día por recoger naranjas y patatas. Las condiciones anunciadas ya eran ilegales, pero la realidad era mucho peor y cada día que pasaba debía más dinero, por la comida, por el transporte a las plantaciones, por la cama en la que dormía… incluso por las deudas contraídas por su tío. Recibía 25 euros a la semana por trabajar desde el amanecer hasta el anochecer. De lunes a sábado. Solo descansaba 30 minutos para hacer sus necesidades y poder comer algo. El sueldo apenas le llegaba para alimentarse, racionaba su comida. Pasaba hambre. Perdió peso y masa muscular. Un día llegó a desmayarse mientras recolectaba. Y cuando recuperó el conocimiento, el jefe le ordenó seguir recogiendo fruta, de inmediato. Después de un año trabajando, debía más dinero del que había ganado.

Cosmin no era el único trabajador explotado, pero quizá sí el más vulnerable. Al salir del tajo, se juntaba con otros 11 compatriotas en una casa de pueblo andaluz de cuatro habitaciones, donde también vivía R., junto a su mujer y su hijo, que vigilaban sus movimientos permanentemente. Ninguno podía salir de esa casa sin permiso, según fuentes policiales. La docena de rumanos dormían pegados, sin espacio, de dos en dos, en tres camas pequeñas.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.

Suscríbete

Mientras los temporeros trataban de dormir apretujados, R. se marchaba a la discoteca en su BMW de 100.000 euros. El Instagram de R. es un escaparate de sus juergas en zonas vip de Madrid, Salamanca y Sevilla en las que brindaba con botellas de Moët & Chandon y fumaba shisha a ritmo de reggaeton. R., un hombre grueso, con barba y tatuajes en los brazos, viste de marcas de lujo de arriba abajo, como Dolce&Gabana y Armani. En su bandolera de Gucci llevaba miles de euros en efectivo. El rumano sonríe poco, a pesar de esa vida a todo trapo de la que presume en sus fotos. Fuera de las redes, esconde una vida secreta en la que él y varios de sus familiares alimentan un lucrativo negocio de explotación de trabajadores del campo en Andalucía, Castilla-La Mancha y Castilla y León. Hasta que un tractor activó las alarmas.

Una mañana del pasado mes de abril, Cosmin tropezó en el campo y acabó bajo la rueda de un tractor. Llegó al hospital muy grave y los médicos alertaron a la policía que tuvo que esperar a que saliese de la UCI para interrogarle. R. se les adelantó y llamó a su subordinado para advertirle de que si los agentes aparecían no dijera nada. La amenaza no funcionó, Cosmin habló en noviembre y se puso en marcha una investigación para capturar a R. y sus cómplices. Los policías también intentaron proteger a Cosmin en un alojamiento especial, pero los agentes pronto se dieron cuenta de que R. averiguó dónde estaba. Lo trasladaron corriendo a 200 kilómetros de Sevilla, pero el rumano no entendía bien el peligro que corría y regresó. Se instaló para mendigar en la estación de autobuses de Sevilla donde, enseguida, un integrante de la red de R. lo descubrió. Y lo secuestró.

La policía se vio obligada entonces a acelerar los pasos de unas pesquisas que acababan de comenzar. “Al darnos cuenta de que desaparece, montamos un gran dispositivo”, cuenta un miembro de la investigación. “Estuvimos 24 horas, más de 30 agentes buscándolos”. Los explotadores conocen bien la zona rural de la provincia de Sevilla, pero se pusieron nerviosos, cometieron errores y facilitaron las primeras detenciones, aunque nadie hablaba. Presionados por el cerco policial, los tratantes acabaron abandonando a Cosmin en la calle. “En estos casos, la experiencia te dice que si hay una víctima tiene que haber más”, explica el agente. Y así fue. Los policías fueron esa noche a la estación de autobuses y comprobaron que una sola persona había comprado diez billetes con destino a Rumania. La red estaba llevándose lejos a sus víctimas, algo que se confirmó cuando uno de los investigados apareció con una furgoneta con tres hombres y una mujer. Más esclavos. Ella, además, se derrumbó durante la declaración policial y confesó que su trabajo no era en ninguna plantación, sino en un piso donde le obligaban a prostituirse por 40 euros a la semana.

La Policía Nacional, con la colaboración de la agregada de Interior en la Embajada de Rumania en Madrid, detuvo al final a ocho personas y liberó a cinco víctimas, aunque podrían ser decenas. R. y sus parientes, en cualquier caso, eran solo algunas piezas del puzzle. Tras su negocio hay empresarios que le contratan a él y a muchos como él para recolectar sus cosechas, pero los dueños de las fincas han quedado fuera del radar policial.

Foto de Instagram en la que R. muestra una botella de champán francés.
Foto de Instagram en la que R. muestra una botella de champán francés.

Acabar en la cárcel por esclavizar trabajadores no es tan común en España. A pesar de las más de 5.000 inspecciones que se hicieron en 2021, solo se identificaron 51 víctimas (el número más bajo de los últimos años, según los datos oficiales del Ministerio del Interior), la mayor parte en Andalucía. Tan solo hubo 31 detenciones. Es la llamada “cifra negra de criminalidad”, en la jerga policial. El número de víctimas es mucho mayor del que aparece en las estadísticas, pero no denuncian, falta fiscalización y las grandes extensiones agrícolas ayudan a camuflar las ilegalidades.

Un mes después de su detención, el pasado 28 de diciembre, R., en libertad bajo fianza, subió un nuevo vídeo a su Instagram en el que se le volvió a ver con sus amigos en la zona vip de una discoteca de Salamanca al son de la canción Aprendí, del rapero Morad: “Mamá, por favor, no abra puerta a policía. Ella no la abría porque era comisaría”.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

[ad_2]

Source link