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En la madrugada del 28 de noviembre llegó a Las Palmas de Gran Canaria un buque petrolero procedente de Lagos, Nigeria. En la popa, en el timón de la nave, habían viajado escondidos tres polizones. En el minúsculo espacio que hay entre el casco y la pala, ni siquiera dos metros cuadrados, estuvieron 11 días, aguantándolo todo día y noche, impertérritos. La fotografía que los muestra, cabizbajos, seguro que conscientes ya de que habían sido descubiertos, es un monumento al coraje, a la valentía, a la determinación, a la fortaleza. Y a esa extraña dignidad a la que no les queda más remedio que agarrarse cuando saben que su travesía puede haber no servido para nada. Aguantaron el frío, la oscuridad, los embates del oleaje, el hambre, el ruido, y seguramente también el miedo. Enseguida tuvieron que enfrentarse a otros escollos, menos duros pero de una eficacia fulminante: los procedimientos, las leyes internacionales. Esta vez tuvieron los apoyos necesarios, no fueron devueltos de oficio al lugar de donde salieron; permanecen en España mientras se resuelve su petición de asilo.

Estos tres muchachos vinieron a Europa por decisión propia. Quién sabe de qué escapaban, qué dejaban atrás, lo único que pretendían era tener una vida mejor. La historia (así en abstracto) ya se conoce. Poco se sabe de los detalles, alguna vez algunos pueden contar lo que los empujó a probar suerte en las opulentas sociedades occidentales. Vienen cientos de miles, y el mundo de este lado anda sobre todo preocupado por levantar barreras, poner alambres de espino, cavar zanjas, dar golpes, tirar pelotas de goma y gases lacrimógenos, lo que sea necesario para que no puedan entrar. Y ese lío, esa sorda batalla, va a ser la música (más bien, el ruido) de fondo de este siglo XXI. Ya se ha visto este año en la frontera entre Nador y Melilla.

Algunos de los antepasados de estos muchachos (y también por cientos de miles) vinieron a Occidente, en cambio, a la fuerza. El historiador Anthony Pagden, en su libro Pueblos e imperios, da incluso la fecha concreta en la que empezó la esclavitud moderna. “Tuvo su origen en la mañana del 8 de agosto de 1444, cuando el primer cargamento de 235 africanos capturados en lo que hoy es Senegal fue desembarcado en el puerto portugués de Lagos”, escribe. “En los muelles se improvisó un rudimentario mercado de esclavos, y los africanos, confusos y acobardados, tambaleándose después de semanas confinados en las insanas bodegas de los pequeños barcos en que habían sido traídos, fueron reunidos en grupos por edad, sexo y estado de salud”. Y vendidos. Por ahí estaba el príncipe Enrique el Navegante. Había patrocinado la operación, llegó para llevarse la quinta parte que le correspondía de aquellos recién llegados, un total de 46, y se alejó tranquilamente cabalgando.

De Lagos salieron en el siglo XV camino de Europa aquellos esclavos, en Lagos se escondieron en 2022 tres jóvenes en el timón de un buque petrolero para partir hacia una vida mejor. Es inevitable tirar un hilo entre un episodio y otro, igual tienen alguna conexión. Son, claro, situaciones distintas, pero algo las une. El terrible sufrimiento de todos esos africanos, ese desamparo en el que siguen viviendo y que produce vértigo (y vergüenza). Dice Pagden al final de su libro que necesitamos “algún código común que sea capaz de unirnos a todos”, a los de aquí con los de allá. Es verdad, pero hasta ahora ese código no está funcionando bien.

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