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Lugo, noviembre de 2009. En la cocina de un burdel de carretera, a las afueras de la ciudad, un grupo de mujeres extranjeras, recién levantadas, en bata de invierno y zapatillas, preparan la comida para ellas y para las que todavía duermen. En el fuego borbotea una marmita de arroz sin más ingrediente que un puñado de sal y colorante alimentario. Son cerca de las tres de la tarde y el rancho enseguida estará listo. Para darle más enjundia al plato único, antes de retirarlo del fuego las chicas introducen en la olla las barras de pan viejo que sobraron de los bocatas de otro día y la más veterana, relegada a las tareas domésticas, las machaca hasta que los mendrugos se pierden en la masa hirviente. Las víctimas de trata comen las gachas y callan. No se sienten libres para hablar de su vida y menos en este momento. Otros cuatro locales de alterne de Lugo han caído, pocos días antes, en la Operación Carioca, la mayor causa contra el proxenetismo que ha habido en España, y unas cuantas esclavas sexuales de aquellos negocios han venido dando tumbos a este prostíbulo del plato de arroz, incapaces de salir de la rueda en la que dan vueltas, invisibles para el resto del mundo.

Aquel golpe a la explotación sexual, que dio lugar a una de las instrucciones más voluminosas de la justicia española, acabó desguazándose en medio centenar de piezas. Muchas no llegaron a juicio, alguna sigue pendiente, y varias de las más aberrantes se despacharon con penas microscópicas. Tanto que en Lugo surgió un movimiento ciudadano para denunciarlas, bautizado como Impunidade Carioca. Su logotipo perdura hoy pintado en alguna pared del Eros, uno de los prostíbulos más importantes de la trama, misteriosamente ardido varias veces durante la investigación. En este marco incomparable frecuentado por empresarios, políticos y agentes del orden —que conserva jacuzzi que parecen piscinas para niños y servilletas rojas estampadas con un cupido— han entrado ahora dos conocidos arqueólogos gallegos, Xurxo Ayán (Universidade Nova de Lisboa) y Carlos Otero (Instituto de Ciencias del Patrimonio-CSIC), para encontrarse con el pasado inmediato de una vergonzosa realidad que sigue pujante y presente.

Lo mismo que les habla un hacha de sílex o una moneda del imperio romano en un yacimiento milenario. Lo mismo que son capaces de leer una historia en las botas de un soldado o en la liendrera perdida en una trinchera de la Guerra Civil. En realidad, los burdeles son como la prehistoria, porque los hechos acaecidos allí dentro no están escritos. Los investigadores que en su tiempo libre, desde 2021, decidieron perseguir el relato ignorado de las víctimas del proxenetismo —con la misma metodología que emplean en las excavaciones antiguas— han podido reconstruir no solo sus penosas condiciones de trabajo, sino el imaginario masculino que triunfa en los prostíbulos, donde todo lo que pasa queda entre cuatro paredes gracias al pacto de silencio que flota como el humo en el ambiente. Hay “tabaco putero, licores puteros” y hasta “música putera”, afirma Xurxo Ayán. Así, en cintas “zapateadas en el suelo” hallaron clásicos de las barras americanas de los 80 y 90, como la Lambada, y temas que describen relaciones tóxicas como Perfume de mujer, de Kayma (”hueles a perfume, perfume de mujer/ la camisa arrugada que yo te planché”) o La carretera, de Julio Iglesias (”sigo en la carretera buscándote/ al final del camino te encontraré”).

Club Eros de Lugo.
Club Eros de Lugo.

Aunque ha habido precedentes en Estados Unidos, Chile e Irán, esta es la primera vez que se aborda la prostitución en España desde la arqueología, y el resultado es un relato (y una “denuncia a través del trabajo científico”) de la “esclavitud sexual” contemporánea. Las conclusiones verán la luz en varios artículos en los próximos meses. Estos burdeles proliferaron al borde de las carreteras a la par que lo hicieron los “mesones con nombres castizos”, explican los autores, hasta el punto de que ambos negocios tenían el mismo emprendedor dueño. Las antiguas “casas de putas” en los pueblos y ciudades, regentados por mujeres y con prostitutas españolas, donde “se iniciaron en el sexo varias generaciones” de varones de la misma familia durante la dictadura, dieron paso a principios de los 80 a lo que Ayán y Otero dicen que se define mejor con la palabra puticlub. Son locales perfectamente identificables en el paisaje, con su particular código de colores en la fachada, con sus neones tan visibles que contrastan con la invisibilidad de sus trabajadoras. Y en el interior, el tradicional mostrador de bar evoluciona estéticamente, entre los años 80 y 90, hacia la “barra americana”, con formas curvilíneas, brillos y espejos.

Al igual que les resulta sencillo adivinar dónde puede haber un castro o en qué lugares de las rutas naturales despuntaban monolitos megalíticos, estos arqueólogos han desarrollado un método predictivo que “no falla”, y que señala dónde, “a 15 minutos” de las cabeceras de población, se desarrollaron ya a partir de los 90 lo que ellos llaman “nodos puteros”. Volviendo a la escena inicial de la marmita, si en un castro se pueden encontrar pruebas de la dieta de sus habitantes en ese vertedero antiguo que es el conchero, en el club Blanco y Negro (Bembibre, El Bierzo, León), otro de los yacimientos de este “antropoceno neocapitalista depredador de cuerpos” estudiado por los historiadores, aparecieron las facturas de los bocadillos con los que eran alimentadas las prostitutas.

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El Blanco y Negro es “la pequeña Pompeya de los puticlubs”, define Ayán. Un camionero montó el negocio al borde de la N-120 en 1985 y aquel antro cercado con alambre de espino, enganchado ilegalmente a la luz y con techumbre tan precaria que dejaba “ver las estrellas” fue “como un tiro”, sin apenas inversión, hasta 1998. El jefe compró una cadena de música y un microondas, sí, pero no gastó ni un céntimo en camas: los 11 habitáculos donde las mujeres prestaban sus servicios eran “celdas sórdidas y tétricas, con un ventanuco de 30 por 30 centímetros”. Seis bloques de cemento sostenían, en cada celda, la tabla sobre la que se tiraba un colchón. Todo esto se puede ver en la planimetría levantada por los arqueólogos. No había manera de limpiarse después de cada pase si no era con el papel higiénico del que todavía perduran, como fósiles, los soportes de pared.

Arrumbados bajo los camastros han aparecido unos pocos objetos que hablan de las víctimas: una botella escondida, revistas femeninas y del corazón (desde ¡Hola! hasta Teleindiscreta) capaces de transportar durante un rato a las víctimas de trata a vidas de ensueño; o un fármaco contra el ácido úrico para unas mujeres que las mafias mantienen “sistemáticamente drogadas y alcoholizadas”. Es curioso cómo el mismo remedio médico significa distintas cosas según el contexto en el que se halle: otro arqueólogo gallego, Alfredo González-Ruibal, rescató de un escenario de la Guerra Civil, la ofensiva del Alto Tajuña (Abánades, Guadalajara), frascos de Urodonal. Los jóvenes soldados no lo tomaban por el ácido úrico, sino para combatir el reuma y la “fiebre de la trinchera” transmitida por parásitos.

Los arqueólogos tienen de momento registrados 80 prostíbulos en su base de datos (de los “más de 1.600 que hay en España”), que abarca carreteras de Galicia y El Bierzo, incluidas varias vías famosas por su proliferación de “night clubs”, locales que han funcionado de forma alegal, por ejemplo con licencia municipal de “tablao flamenco” en regiones donde estos no existen. De este mirar para otro lado —sabiendo lo que hay— de las Administraciones encontraron una prueba en esa infravivienda que era el Blanco y Negro: los planos para una ampliación del negocio visados por el arquitecto municipal. Este puticlub de éxito se vio condenado al cierre, como tantos otros entre los 60 de la N-120 cuando se inauguró la autovía A-6 y el tráfico abandonó la nacional.

Excursiones escolares al burdel

Xurxo Ayán defiende que los escolares deberían visitar este yacimiento: “Antes que a Las Médulas, a los niños del Bierzo habría que llevarlos a la ruinas del puticlub, para que vean lo que se les hace a estas mujeres”. Los ejemplos didácticos se encuentran en cualquier parte, desde la llamada “recta del amor” de Verín a Chaves que une Ourense con Portugal hasta la carretera de los burdeles de O Corgo (3.400 vecinos, Lugo), un tramo de unos tres kilómetros de la N-VI cuajado de locales en los que, según datos de la Guardia Civil, llegaron a trabajar a la vez 150 víctimas. Es aquí, en concreto en el abandonado Soraya, donde los arqueólogos preparan una inminente prospección. Precisan locales cerrados y olvidados, porque en alguna de sus visitas resultó que el establecimiento seguía funcionando de tapadillo, y acabaron recibiendo “amenazas” de un encargado procedente de la Europa balcánica. Dentro del Soraya, edificado junto a un colegio público, ya saben que les aguarda todo un mundo lleno de contradicciones: un cartel sigue advirtiendo de que está “prohibida la venta de tabaco a menores de 16 años”.

Celda del Blanco y Negro (El Bierzo) con bloques de cemento, al fondo, que servían de patas para los camastros.
Celda del Blanco y Negro (El Bierzo) con bloques de cemento, al fondo, que servían de patas para los camastros.Cedida por Carlos Otero y Xurxo Ayán

La metamorfosis “de la casa de putas al puticlub” fue un proceso que vino rodado, a medida que mejoró y se multiplicó el parque móvil de los españoles entre el Desarrollismo y la Transición, tal y como se describe en los dos podcasts La arqueología de los puticlubs (La Historia es ayer, El Extraordinario), una creación del periodista Marcus Hurst en colaboración con Alfredo González-Ruibal. Ayán participa en estas grabaciones desgranando los hitos de su investigación a través de sus incursiones en el Eros, el Blanco y Negro y el puticlub abierto para dar servicio a los obreros de la central térmica de Anllares (Páramo del Sil, León). Esta última estructura quedó en pie cuando el Gobierno ordenó dinamitar la factoría en 2020. En estos escenarios ha quedado grabado el cambio en los hábitos de consumo: “frente al vino o el anís El Mono” en los puticlubs (o whiskerías) se beben los nuevos licores de importación (ginebra, ron, whisky); y el tabaco nacional (Celtas, Bisonte) cede su lugar “al rubio americano que entra de contrabando por las rías”.

Las prostitutas, en estos locales, eran ya mayoritariamente extranjeras, condenadas al anonimato e intercambiadas entre proxenetas “como ganado”, compara Xurxo Ayán. En esto último, el prostíbulo de la central térmica es muy elocuente: fue concebido como “una granja de mujeres” y cuando cerró fue utilizado como establo para las reses. Hoy sigue lleno de pacas y el heno y los sacos de pienso se mezclan con el confeti, esparcido por el suelo.

Un negocio de cinco millones de euros diarios

Con el auge de los puticlubs, el proxenetismo estrechaba lazos con “las mafias de tráfico de personas, el narcotráfico y la corrupción política”, describen los arqueólogos en el apartado ‘Archaeology of Sexual Slavery in Spain’ (dentro del capítulo ‘Trafficking in Persons from the Past to the Present’, del ‘Oxford Handbook of the Comparative Archaeology of Slavery’). Este, junto con los podcast, es el primer trabajo que publicarán, aunque ya preparan otros dos artículos para finales de 2023 y proyectan con una productora un corto en el que recrearán ese “universo sensorial putero” que aún se percibe en los antros abandonados o en ruinas.

España es el tercer país del mundo “en el ránking de consumo de prostitución, tras Tailandia y Puerto Rico”, recoge el artículo a punto de ver la luz. Este comercio de carne humana, al que han accedido al menos una vez «cuatro de cada 10 españoles varones», representa como mínimo, según el INE (2016), el 0,35% del PIB español y según la Fiscalía (2019) mueve cinco millones de euros diarios. El Ministerio del Interior estimaba en 2012 que había 45.000 mujeres en situación de prostitución, aunque otros estudios elevan la cifra a más del triple.

Hoy, los “nodos puteros” que proliferaron a 15 minutos de los núcleos urbanos (”siguiendo la tendencia de la macrosuperficies comerciales”, apunta Ayán), han perdido fuerza y el sexo de pago tiende a confinarse en “pisos”, un “servicio rápido” todavía más discreto y completamente invisible para la sociedad. Las limitaciones de la pandemia y la crisis económica apuntalaron este repliegue, con el que los proxenetas obtienen lo que buscan: una mayor rentabilidad, al reducir las facturas de la luz y los gastos de mantenimiento.

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