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Decir que la prostitución representa uno de los fundamentos principales de las sociedades patriarcales no es una simple frase hecha. En cambio, proponer su institucionalización sí es en mayor medida un ejercicio de retórica, habida cuenta que se trata de una actividad hasta tal punto normalizada en nuestra realidad inmediata, que personajes de nuestra cultura y tiempo como populares letristas, premios Nobel de literatura u oscarizados cineastas que se han proclamado progresistas y que gozan de reconocimiento como tales han incorporado la prostitución de forma acrítica a sus narrativas. Incluso ocupantes de la Jefatura del Estado, jurídicamente flotantes por encima de la ciudadanía, han visto cómo su gusto por el consumo de mujeres podía llegar a convertirse en fuente de identificación del pueblo por compartir con este de placeres mundanos, asociando a esta virtud términos muy consolidados en el inventario cultural del país como el de “campechanía”.
Estamos ante un problema global que se manifiesta en la vida cotidiana de acuerdo a una serie de particularidades locales, un aspecto distintivo de la modernidad actual que ha sido extensamente desarrollado por intelectuales como Zygmunt Bauman. La localidad no es aquí entendida como unidad administrativa, sino como espacio normativamente configurado que encierra la aplicación de políticas formales territorialmente delimitadas (locales, autonómicas, estatales) junto a las que coexisten políticas emocionales con capacidad de trascender esos mismos perímetros formales. Si bien en una sociedad red interconectada como la actual, asistimos a un fenómeno de emancipación de las políticas emocionales respecto a las formales, habida cuenta que las primeras escapan a la continuidad territorial que imponen las segundas, como sucede por ejemplo con la cultura que se va asentando conforme se esquivan masivamente las legislaciones nacionales para ver fútbol gratis por internet, en el caso de la prostitución esta relación entre políticas es todavía interdependiente por depender su consumación del acceso carnal al cuerpo de una mujer.
Así pues, la aplicación de una perspectiva comparada es complicada, dado que la prostitución representa una forma de explotación muy heterogénea y situada sobre niveles de concreción muy variables. Por ello se analiza integrada en un sistema, distinguiéndose cuatro modelos: prohibicionista, abolicionista, neoabolicionista y reglamentarista.
En la vecina Francia, la ley abolicionista del 13 de abril de 2016 sanciona el consumo, el proxenetismo y la tercería locativa (el que proporciona el lugar donde se produce), reconociendo a las mujeres prostituidas como víctimas, frente a una realidad rica en matices: en Lyon las mujeres se prostituían en las calles del barrio de Perrache y en furgonetas estacionadas en avenidas que conectan barrios periféricos, mientras que en Estrasburgo ejercían en el lado francés de la frontera, pero se protegían de multas residiendo en el alemán. Paralelamente, el acceso a España por La Jonquera favorecía (y sigue favoreciendo) el turismo sexual en grupos fundamentalmente de jóvenes. Una primera evaluación de diciembre de 2019 reconoce una reducción de la prostitución de calle, un desplazamiento ocasional de esta fuera del cinturón de la ciudad (como es el caso de Lyon) y una puesta en contacto entre consumidores y mujeres prostituidas que se ha trasladado a internet. Dicho informe reconoce igualmente una invisibilización creciente del fenómeno.
Suecia fue el primer Estado en aplicar el sistema abolicionista con la Ley Sexköpslag de 1999. Esta fue el resultado de un largo proceso de más de 20 años de investigaciones, comisiones parlamentarias y presiones del movimiento feminista, y tuvo mucho que ver con que una gran parte del Parlamento sueco estuviera compuesto en ese momento por mujeres. Como señala la experta Gunilla Ekberg, Suecia considera que la prostitución es inaceptable en una sociedad igualitaria y que no solo es dañina para las personas que la ejercen, sino para todas las mujeres, al perpetuarlas como objetos sexuales que pueden ser compradas y usadas para la gratificación sexual de los hombres.
La ley sueca no solo ha cumplido una función normativa, sino también educativa y pedagógica, pues no solo se apoya en las sanciones, sino que también se despliega asistencialmente, al servicio tanto de mujeres prostituidas como de prostituidores. Como en Francia, la evaluación de su impacto es complicada: datos oficiales subrayan una disminución de la prostitución sobre todo de calle, así como del número de personas tratadas con fines de explotación sexual, por las dificultades con las que se encuentran proxenetas y tratantes para establecerse en el país. Por su parte, el éxito de su vocación pedagógica es del todo nítido: más de un 70% de la ciudadanía apoya la ley.
La ley abolicionista sueca ha servido de modelo no solo a Francia, previamente también a Noruega (2009), país que ha añadido sanciones a nacionales que incurrieran en la práctica de turismo sexual en el extranjero, Islandia (2010) o Irlanda del Norte (2015). Conviene no confundirlo con el sistema neoabolicionista, el cual no prohíbe la prostitución ni su consumo, pero sí la existencia de burdeles y el proxenetismo: se descriminaliza la prostitución, siempre que no se ejerza de manera organizada o se obtenga lucro de la ejercida por otras personas. Algunos de los países que se encuentran en esta modalidad son Italia, Bélgica, República Checa, Portugal, Luxemburgo, Dinamarca, Estonia o Finlandia.
Finalmente, el sistema reglamentarista justifica su vocación por la consideración de la prostitución como hecho inevitable. Presenta dos vertientes. Una higienista, que se justifica en la necesidad de control de los peligros que se le atribuyen, y que se despliega a su vez en dos direcciones, una médica y otra policial. Se trata de un modelo que tiene aún vigencia en Grecia. Y otra legalista que se enmarca en el despliegue de la ideología neoliberal propio de los años noventa y que defiende que la prostitución se pueda realizar de manera voluntaria, por lo que propone una reglamentación laboral. Su modelo paradigmático es Holanda, país que lo aplica desde el año 2000. La evaluación de su impacto es controvertida: incremento en la industria del sexo y en la violencia contra las mujeres, sin observarse mejoras en sus condiciones (incluso se mantienen los asesinatos); las mujeres cobran menos y siguen dependiendo de proxenetas; ha aumentado el uso de sedantes entre las mujeres prostituidas y su bienestar emocional es menor que en 2001; siguen existiendo víctimas menores de edad y trata; en su mayoría las mujeres prostituidas son extranjeras sin permiso de residencia, que operan de manera clandestina. Otros países que disponen de esta regulación son Suiza, Austria o Alemania.
Volviendo a España, el nuestro es también en este sentido un país especial, pues a diferencia de la mayor parte de democracias de nuestro entorno, el debate comienza instalándose sobre una de las principales vías de liberación de la sociedad civil durante la Transición, la de la sexualidad. Entre el ansia de libertad dentro de nuestras fronteras y el nuevo encaje del país en un marco internacional contaminado por el relato del triunfo de la libertad en los estertores de la Guerra Fría, los ochenta se plantean en España como un período muy complejo en el que se entremezclan y confunden nociones de libertad en ocasiones sobre planos muy distantes entre sí. El encapsulamiento como mito de toda la década tampoco facilita una lectura retrospectiva. Pero precisamente por ello, no debería resultarnos tan paradójico que hoy día haya quien invoque aquellas libertades que se asocian a la década de los ochenta, algunas pretendidamente neutrales en lo político, para oponerse a las transformaciones en favor de la igualdad frente a las que debería sucumbir toda sociedad democrática 40 años más madura. En tiempos de despliegue global del neoliberalismo, es fundamental que los Estados construyan barreras legislativas a su inercia para diluirse en descargos sobre la ciudadanía tomando a la libertad como excusa, los cuales solo pueden desembocar en asunciones tan peregrinas como que somos libres de ser pobres, de aceptar un trabajo precario o de ser objeto de la explotación sexual.
El estatus de víctima no es ni puede aspirar a ser de libre elección. Por ello, consideramos que la más urgente de estas barreras legislativas es la abolición de la prostitución en nuestro país.
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