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Janelle Monaé, en 'Antebellum'.
Janelle Monaé, en ‘Antebellum’.

Cuando parecía que se había llegado al límite y nada podía superar la escena de la rodilla de un policía blanco aplastando durante minutos el cuello de un hombre negro, otro vídeo dejó estupefactos al país y al mundo en pleno 2020: un padre de familia tiroteado siete veces por la espalda en presencia de sus hijas. Estados Unidos puede estar acercándose a una línea aún más peligrosa de lo habitual en torno al racismo, y el cine también nos lo va a ir diciendo: en ciertos ámbitos, las horas de la explicación y del análisis ya han pasado. Antebellum es la última respuesta. Es el tiempo de la revolución, quizá de la venganza. Una película de denuncia gruesa y sin matices, subrayada y maniquea, de poderoso lenguaje y discurso (puede que comprensiblemente) rencoroso. Y ante eso, dos preguntas: ¿es lo que el país necesita? y ¿es lo que el cine estadounidense necesita?

Dos preguntas: ¿es lo que el país necesita? y ¿es lo que el cine estadounidense necesita?

La película, debut de la pareja de directores formada por Gerard Bush y Christopher Renz, y producida por los responsables de Déjame salir y Us, está narrada en paralelo en dos tiempos: el presente, protagonizado por una activista negra que ve cómo los pequeños y los grandes detalles racistas la acompañan en su cotidianidad; y el pasado, con la misma actriz siendo torturada junto a los de su etnia en una plantación requisada por el ejército del sur durante la Guerra Civil Americana: ¿un sueño, un antepasado, una metáfora de la pervivencia de la masacre de los afroamericanos y del pecado original? Y en ese segmento, con un explícito catálogo de torturas en la línea de hitos como Mandingo y 12 años de esclavitud.

El pasado no existe, está aquí mismo, nos viene a decir la película probablemente con razón. Sin embargo, aunque ambos tiempos acaben uniéndose en un giro espectacular, nunca hay una reflexión, un estudio de caracteres, una visión totalizadora y trascendente de la situación. Hay apuntes alegóricos interesantes en torno a la pervivencia de los signos de la esclavitud y de la épica de la Guerra de Secesión, y ahí una estatua de Robert E. Lee ejerce de brutal simbología. Pero resulta meridiano que Antebellum no busca la reconciliación ni la concordia, y sí la lucha, la provocación y la acción revolucionaria. Es su opción, ya no caben más rodillas en el cuello.

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