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John Maynard Keynes tenía razón casi siempre. La tenía, por supuesto, cuando dijo que el capitalismo se basa en “la pasmosa convicción de que los hombres más malvados cometen los actos más malvados para el bien de todo el mundo”. Ocurre con el capitalismo, sin embargo, lo mismo que con la democracia liberal y representativa: es un mal sistema sin, hasta la fecha, alternativas plenamente convincentes. Gracias a la codicia y mezquindad de cada uno de nosotros, el capitalismo mueve la historia.

Solemos creer que la esclavitud fue abolida por razones éticas. Resulta reconfortante pensarlo, releer los discursos antiesclavistas, honrar la memoria de quienes lo combatieron. En realidad, la esclavitud terminó cuando dejó de ser económicamente necesaria para el capitalismo. El Reino Unido la prohibió en 1833, justo cuando la primera revolución industrial, basada en la máquina de vapor, estaba ya consolidada. En Estados Unidos la abolición llegó en 1865, con la victoria del norte industrial sobre el sur agrícola en la guerra de Secesión.

Vayamos adelante en el tiempo. Hace unas cuatro décadas, las grandes potencias capitalistas estaban exhaustas tras 10 años largos de alta inflación y bajo crecimiento. La fórmula para revitalizarlas fue el big bang, la liberalización de los mercados financieros impulsada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher.

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El big bang, acompañado de masivas rebajas de impuestos para los ricos y de un tremendo salto tecnológico (el primer ordenador de Apple salió al mercado en 1976), generó montañas de dinero. Había que invertir ese dinero. Gracias a la informática, era posible moverlo por el planeta entero. Así nació la presente era de la globalización.

La cosa fue bastante celebrada. En la época se babeaba con clichés como “la aldea global”. A algunos se les ocurrió que el fenómeno acarrearía consecuencias discutibles, como la desindustrialización occidental. Pero, que yo recuerde, pocos predijeron entonces que el mayor problema de la globalización consistiría en encontrarse cara a cara con “el otro”. Con el migrante. El único precedente disponible en materia de emigración masiva, el traslado de más de 50 millones de europeos a Estados Unidos durante el siglo XIX, fue algo muy distinto: no había “otros”, porque los “otros”, los nativos, habían sido prácticamente exterminados.

Aquí y ahora, la inmigración demuestra que los supuestos fundamentos morales de la Unión Europea (respeto de la dignidad humana, libertad, igualdad, etcétera) son chorradas, cosas que se dicen sólo porque suenan bien, puro onanismo verbal. Lo que ocurrió el pasado 24 de junio en la frontera de Melilla (el “ataque violento”, según Pedro Sánchez) no es más que otro acontecimiento horroroso en la guerra más cruenta de la actualidad: la que siembra de cadáveres, ni se sabe cuántos, el camino de la desesperación hacia Europa.

Podemos decir que no es culpa nuestra. Y lo hacemos. Es el mercado, amigo. Recuerden la frase de Keynes (“los hombres más malvados…”) unos párrafos más arriba. No confíen en que la política ponga freno al dolor de “los otros” y a nuestra degradación moral. Esto durará mientras dure la actual fase del capitalismo: libre movimiento de dinero y mercancías, vallas y armas (crecientemente subcontratadas a terceros países, en eso los europeos somos limpios) contra las personas.

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